Estampas limeñas del Perú de Dina Boluarte

Por: Nicolás G. Recoaro

Tiempo recorrió las calles de la capital peruana y habló con los marchistas que se acercan para reclamar por elecciones y una nueva Constitución. "Si esto no es una dictadura, ¿qué es?", dicen ante la represión que no cesa y la militarización de todo el país.

Los Andes bajan. Desde Puno, Juliaca, Cajamarca, Huancavelica y decenas de pueblos del Perú profundo llegan los marchistas a la engreída Lima. Andinos, amazónicos, morenos, cholos. Alzan sus voces para hacerse escuchar. Denuncian que en las provincias son masacrados, gaseados, apaleados por la brava policía y el asesino ejército del gobierno de facto que encabeza Dina Boluarte desde diciembre pasado, cuando fue destituido el gobierno constitucional de Pedro Castillo. El Perú de los nadies está de pie. En la lucha.

En el Campo de Marte, un parque del Centro de la capital, se amuchan los marchantes. Ignacio Tinku es un agricultor nacido y criado en Ayacucho. Morocho, morrudo y grandote como el gigante del retrato de Martín Chambi. “En la Constitución dice que uno es libre de protestar, y esta dictadura nos ha quitado ese derecho. Tanquetas, motos, policías, balas. Pura muerte trajo la Dina”. En sus pagos, cuenta, los caídos se cuentan de a docenas. Los policías se han tomado al pie de la letra la toponimia. En quechua, Ayacucho significa el rincón de los muertos.

Policías bajo balcón limeño en plaza de armas de Lima.
Foto: Nicolás G. Recoaro

Néstor Quenaya Arizaca es natural de Puno, en la parte más austral del país: “Vine porque elegimos un presidente constitucional, y lo han sacado. A la Dina nadie la quiere, pisotea la Constitución”. Desde diciembre vive de marcha en marcha. La policía lo gaseó mil y una veces, pero Néstor no baja los brazos: “Hoy nos tocó en Puente Piedra. Nos dicen que somos terrucos, senderistas, cocaineros, terroristas. Pero nosotros no matamos, los soldados de ellos matan. Nos vamos a quedar hasta las últimas consecuencias.” Al despedirse, dispara las tres consignas que hermanan a los marchistas: “Que se vaya Dina, llamado a elecciones y nueva Constitución. ¡De Lima no se va nadie, carajo!”

Picante ají de pollo. Las ollas populares dan de comer a los recién llegados. La joven Vilma sirve platazos repletos de arroz y papa. “Me motiva ayudar a los hermanos, que se respeten los Derechos Humanos de todos los peruanos. No somos terrucos”, dice la cocinera limeña, armada sólo con un generoso cucharón. Antes de seguir con su faena, hace historia: “Por edad no viví la dictadura de Fujimori, pero mi papá me contó de ese infierno. Ver las fotos de la represión me llevó a esos años oscuros. No quiero que se repita la historia.”

Foto: Nicolás G. Recoaro

La represión según San Marcos

En la mañana del sábado 21 de enero pasado, las tanquetas de la policía voltearon sin preámbulos los portones de la Universidad de San Marcos, la casa de altos estudios más antigua de América. Fue fundada en 1551, casi un siglo antes que Harvard. La universidad pública limeña había sido tomada en forma pacífica por los estudiantes, en protesta por la represión.

En la Ciudad Universitaria estaban alojados algunos contingentes de marchistas llegados del sur. “Los estudiantes ayudábamos con comida y medicinas. De repente vimos a las tanquetas, a las motos, a los drones. Nos asustamos, no hubo resistencia, puras corridas, nos tiraban con bombas lacrimógenas y balas de goma. Todas las puertas tomadas. Reprimieron a mamitas, ancianos, a mansalva”, dice Diany Vivas, estudiante de Sociología. Tiene 22 años y es originaria de Huarochirí. Abuelos campesinos y mineros, padres migrantes y ambulantes.

Diany es primera generación universitaria de su familia. En la mañana diáfana de una Lima extrañamente poco nublada, la estudiante recuerda la represión: “Fuimos detenidos, hubo compañeros heridos, allanaron mi cuarto en la residencia, la policía nos humillaba y nos decían terrucos. Hace un rato me llamó mi padre para contarme que llegó una citación, me quieren abrir un proceso. Siento miedo. Desde diciembre nos marcan y nos persiguen”.

Estudiantes reprimidos frente a uno de los edificios de la Universidad de San Marcos.
Foto: Nicolás G. Recoaro

Marcos Tello dice que lee hasta cuando se ducha. Estudia Filosofía. La represión le hizo acordar a más de un libro de Historia sobre los años de plomo: “El sonido de los helicópteros, las motos acelerando, los zumbidos de los disparos. A las patadas entraron en la residencia. Sin presencia de la Fiscalía, requisaron mi laptop, mi celular, se llevaron libros, miraban lo que tenía subrayado en cada hoja. Hegel, Spinoza, Marx. Dejaron los de Vargas Llosa, que es derechista pero buen escritor, y también los de Milton Friedman. Ya le dije, señor, soy democrático, leo de todo”.

La abogada Cruz Silva del Carpio es miembro del Instituto de Defensa Legal (IDL), una ONG que asiste a los familiares de las víctimas de la represión y a los detenidos. Fue golpeada por los agentes del desorden: “Nunca pensamos que íbamos a volver a ver la discriminación y la violencia, que en realidad nunca se fueron. Los estigmas: si sos cholo, sos terruco. En realidad, sos pobre y no tenés derechos. Se vive un racismo abierto. Ahora entendemos el horror que vivieron nuestros hermanos en los ’80 y ’90. Queremos que se haga visible este presente, que no sea una historia silenciada del Perú.” Desde la IDL ya han denunciado 46 muertos. Masacrados y ejecutados por la policía.

Cruz Silva del Carpio, abogada de Derechos Humanos frente a cartel San Marcos.
Foto: Nicolás G. Recoaro

Esperando el milagro

Hasta el casco histórico traslada Julio en su colectivo. Catorce horas en un eterno retorno entre El Callao y Plaza San Martín debe trabajar para arañar el salario mínimo de 1025 soles, poco menos de 250 dólares. “Todos pobres, así nos tienen los políticos desde que nací. Con Castillo tuve esperanza, pero duró un suspiro”, dice Julio y sigue manejando.

En La Plaza de Armas, junto a la Casa de Pizarro, el Palacio de Gobierno, la postal turística de los majestuosos balcones limeños muestra patotas de uniformados. A una cuadra, a pocos pasitos de la Casa de la Literatura Peruana, el Bar Cordano, el más literario de Lima, muestra un vacío ejemplar. Parece sólo habitado por los fantasmas de Ricardo Palma, Martín Adán, Julio Ramón Ribeyro y otras plumas de antaño. Katy es moza histórica del local administrado por sus trabajadores: “Por las protestas cerramos varios días. Nos pega la crisis. Al final, estamos frente a la Casa de Gobierno, pero no sabemos quién gobierna”.

En la avenida Tacna está el Monasterio de Las Nazarenas, la casa del Señor de los Milagros, corazón de la procesión católica más importante del Perú. La fiesta es en octubre. Lima entera se tiñe de púrpura ese mes, el color que representa la penitencia y el dolor para los creyentes. Frente al templo vende estampitas y velas la señora Rosa. Dice que muchos se acercan para pedir por la paz, para que se frenen las matanzas, para que los pobres del Perú estén mejor. Rosa no es muy optimista. En marzo no hay milagros. «

Puesto de diarios en el centro de Lima.
Foto: Nicolás G. Recoaro
Vargas Llosa, condecorado

Mario Vargas Llosa no quería perderse la ocasión de criticar a los gobiernos progresistas regionales. Lo hizo con creces al ser condecorado por la presidenta de facto, Dina Boluarte. «Han intervenido de manera indecorosa en los asuntos peruanos poniendo en duda la legitimidad de su gobierno», dijo.

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