Se llama Geert Wilders. Integra la creciente ultraderecha Europea. Al final, en los Países Bajos habrá nuevas elecciones el 29 de octubre.

Pevkur, que tiene la paciencia de un ajedrecista y el peinado de un ingeniero de software, responde con una pausa que se podría cortar en rodajas de limón: «En algunas capitales, los elementos están suspendidos en el aire, la composición es incierta. Uno se concentra en su propio rol, no en cómo los demás interpretan el suyo”, remata con la serenidad de quien sabe que en el Báltico los inviernos son largos y las respuestas, breves. La sala asiente, como si todos hubieran entendido.
Uno. Pevkur despliega los números con la frialdad de un apostador. “El tamaño de la economía rusa es el tamaño del Benelux”, afirma. Las cifras del FMI 2023 lo respaldan: el PBI nominal de Rusia ronda los 2 billones de dólares, mientras que Bélgica, Países Bajos y Luxemburgo juntos alcanzan aproximadamente lo mismo. Estonia, por su parte, destina el 5% de su PBI a defensa, solo superada por Polonia entre los miembros de la OTAN. En contraste, el gasto militar de Ucrania, que no es miembro pero aliado de la alianza militar atlántica, se disparó arriba del 35% del presupuesto nacional. Sin contar el costo en vidas humanas, los números son crudos.
“Estonia es el país más integrado del mundo”, dice Pevkur, y se arma con innovación. El país acaba de subir al segundo puesto en el Índice Mundial de Libertad de Prensa, y la resiliencia digital es valiosa como la artillería. El sector de defensa tecnológica está en auge, con una facturación que se triplicó en los últimos años y la ambición de llegar a los mil millones de euros para 2030. Empresas como Milrem Robotics apuestan fuerte, convencidas de que la agilidad local en inteligencia artificial y ciberdefensa será su diferencial. Así, como un equipo chico que de golpe llega a la final de la Copa, Pevkur pinta un panorama inquietante: “Un dron pequeño, capaz de llevar mil municiones, con una IA que apunta solo a la firma térmica de un soldado. Pueden estar en el bosque… pero no se puede esconder.” Ni Rambo la saca barata.
Dos. El recorrido de Estonia es convergente. Tras recuperar la independencia de la ocupación soviética en 1991, su PBI per cápita era 17 veces menor que el de la vecina Finlandia. Hoy, esa brecha se redujo con Helsinki a solo 1,5 veces. Pero la geografía no cambió. “Rusia es, y probablemente será, nuestro vecino”, dice Pevkur con sorna. Es decir, los bálticos tienen el mismo problema que muchos con el departamento de al lado: no lo eligieron, no lo pueden cambiar y hace ruidos raros a la madrugada.
Sobre la guerra en Ucrania, la postura del ministro es firme. “No hubo ninguna negociación aún”, afirma Pevkur. “No nos hagamos ilusiones. Sólo ha habido demandas del lado ruso,” remata. Desde las protestas del Euromaidán en 2014, que derrocaron al entonces presidente ucraniano Viktor Yanukovich, Kiev busca integrarse a Europa. Y Estonia apoya la moción. “¿Queremos un ejército ucraniano con ochocientos mil soldados experimentados en combate de nuestro lado, o del otro?”, pregunta el ministro ante la pregunta de este cronista.
Aunque el Kremlin podría objetar, el ministerio subraya que en la cumbre 75 de la OTAN (julio de 2024) se declaró por «unanimidad» que la entrada de Ucrania es irreversible. Pero en estos estados pequeños se sabe: la geopolítica de los grandes cambia rápido. Desde que Trump volvió a la Casa Blanca, el tono con Rusia viró y Ucrania lo siente. La visita de Zelensky a Washington en febrero marcó un giro. Como en toda guerra, las líneas finales las dibujan los que siguen de pie y con más poder de fuego. Hoy, esos son Rusia y Estados Unidos.
Tres. Washington sigue siendo la mayor potencia militar y Moscú se apoya en el segundo arsenal nuclear global, más su alianza con China. Juntos modelan un nuevo orden, a costa de Europa. Bruselas, mientras tanto, se ve atrapada: pierde relevancia, la unidad flaquea —con Eslovaquia y Hungría coqueteando con Putin— y la defensa está partida en ejércitos que no siempre comparten objetivos ni mando.
Lo de Alemania es un caso que ni Freud explica. Es la locomotora económica europea, pero cuando hay que mostrar músculo militar, le tiembla el pulso. Desde 1945, los tratados la dejaron con correa corta: nada de repetir aventuras bélicas. Aunque Scholz sacó un fondo de defensa —como diciendo “cómprense algo lindo”—, la Bundeswehr sigue renga, sin voluntad. Gasta apenas el 1,6% del PBI en defensa: para la OTAN, eso es ir en ojotas a la nieve. Berlín tiene billetera para las balas, pero alma de pacifista obligado.
En contraste, América Latina vive lejos de los grandes líos. Sus guerras quedaron en el siglo XIX, salvo excepciones como Malvinas. En las dos guerras mundiales, sus capitales fueron refugio de exiliados europeos de todos los bandos.
Esta distancia histórica, sumada a la injerencia militar en la política interna, moldeó otra psicología. En el cono sur los dramas son otros: pobreza, crimen, migración. Europa está lejos, y cada tanto se matan por nacionalismos o etnias. Por eso, aún sobrevive la Doctrina Monroe, la que prefiere no meterse en los líos sangrientos del Viejo Mundo.
Al dejar Tallin, el pulso digital de la ciudad late bajo piedras centenarias. Estonia apuesta por la velocidad, la innovación y la fría claridad de la autosuficiencia. El mundo puede estar distraído, pero acá el futuro se forja con un algoritmo, un dron y decisiones difíciles. “Con los dientes afilados”, es la consigna con la que cierra Pevkur. «
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