Se crio en las calles de Punta del Este, expone a diario en el Hotel Monte Pilatus, y además, escribió mil ochocientos poemas que nunca publicó. “La perseverancia y la constancia son fundamentales para conseguir disciplina como artista”, asegura.

“Yo me crie en la calle”, dice Federico Rodríguez Páez. Y lo dice con orgullo, porque la calle lo formó como persona y como artista. Se refiere a las calles de la península de Punta del Este, en Uruguay, donde nació y vive. Allí, en el barrio donde estaba enclavada la casa de su abuelo materno, Primitivo Páez Gutiérrez. La madre de Federico trabajaba como escribana en Montevideo y volvía los fines de semana, su padre “nunca estuvo” y por eso su referencia siempre fueron sus abuelos maternos, Primitivo y Blanca. En la calle, Federico aprendió lo que es la supervivencia y la necesidad de tener constancia en busca de sus ideales, así forjó en él un alma de guerrero que lo acompaña en cada emprendimiento. “La perseverancia y la constancia son fundamentales para conseguir disciplina como artista”, cuenta Federico como al pasar.
Primitivo tenía una fragua donde trabajaba el hierro y así comenzó, desde niño, el amor de Federico por este elemento central en su obra como escultor que hoy, a sus 38 años, cuenta con cientos de obras que expone a diario en el Hotel Monte Pilatus, a pocos metros de la Parada 3 de La Brava y que este año también se van a poder disfrutar en La Barra, donde abrió una galería junto a la pintora Enriqueta Aviló.
Toda la obra de Rodríguez Páez está atravesada por la chatarra. Trabaja exclusivamente con elementos reciclados que, en algún momento, consiguió metido de cabeza en un contenedor y hoy compra en chatarrerías del barrio. Todas las semanas va al desguasadero porque cree que “con el hierro común no se logra el mismo efecto”. Y va creando sus esculturas en base a lo que siente en el momento. La idea es dejarse llevar. Meterse en el taller, que está al lado del hotel, durante horas y horas en busca de inspiración. Y va creando en el momento, no visualiza el resultado final antes. “La emoción es la base de la obra. Después, cuando llega el momento de los detalles, aparece la cabeza, lo racional”, afirma, pero sabe bien que esos detalles pueden mejorar el trabajo o arruinarlo definitivamente.
Cada escultura tiene un trasfondo, que por lo general es la lectura o la escritura. Amante apasionado de la poesía de Jorge Luis Borges, Federico escribió mil ochocientos poemas que nunca publicó porque dice que en la palabra escrita “uno está más expuesto que cuando hace una escultura” ya que nunca escribió sentado en una reposera en la playa, siempre lo hizo desde el lugar más oscuro. Hoy, esos poemas propios o ajenos sirven de inspiración para su obra. Y como su arte es abstracto, sólo él decide en qué momento está terminada una escultura. “El arte tiene una trampa: la sobrecarga. Pasarse con los detalles puede hacer que deba tirar todo a la basura. Me pasó muchas veces, pero cada vez voy puliendo más el ojo para saber parar justo a tiempo”, agrega Federico sobre sus esculturas, que conservan el óxido natural y siempre terminan con una mano de barniz para autos en busca de la conservación necesaria.
La filosofía de Borges está presente en la obra de Rodríguez Páez. Entre hierros reciclados, espejos y piedra, el arte abstracto y cinético que crea hace referencia al tiempo y a los laberintos. “No puedo vivir sin leer. Desde muy chico la lectura siempre ocupó un gran espacio en mi vida. Horas y horas de lectura me formaron como persona y como artista mucho más que la educación tradicional”, afirma este egresado del Instituto Uruguayo Argentino, donde hizo la secundaria y comenzó a familiarizarse con la cultura argentina. Tiene muchos amigos en Buenos Aires, recorrió el país por la Ruta 40 y conoce varias ciudades como Córdoba y Rosario.
Pero ahí no termina el vínculo de Federico con Argentina, la madre de su hijo de tres años (Gustavo, en honor a Ceratti) es porteña y, aunque vive en Punta del Este junto a toda su familia, sigue siendo fanática de Boca. “Gustavo todavía no definió si es Xeneize como toda su familia materna o de Peñarol como yo, estamos en la pelea”, comenta Rodríguez Páez entre risas.
Pero el espíritu aventurero de este singular artista del hierro no tuvo a Argentina como único destino. Hace más de 20 años, recién egresado de la secundaria, Federico se fue a España con un amigo. Sin un mango en el bolsillo y con ganas de comerse el mundo, terminó trabajando dos años en un hostel. Vio, miró, escuchó, aprendió y cuando volvió a Punta del Este inauguró el primer hostel uruguayo. En estas latitudes no estaba expandido el concepto hostel y fue un gran acierto. Con mucho sacrificio, trabajando duro, transformándose en el conserje, el mucamo, el cocinero, el capintero, el albañil y todos los oficios juntos que necesitaba el emprendimiento, junto a su amigo Franco hicieron que “F y F” fuera un éxito que llega hasta estos días desde hace 17 años, con 70 camas siempre habitadas por huéspedes que buscan un “lugar con onda en el Este”.
Siguió viajando, se enamoró de la naturaleza de Costa Rica, se le rompió la cabeza cuando subió al Machu Pichu y conoció Monte Pilatus, un macizo montañoso de los Prealpes suizos, cerca de la ciudad de Lucerna. Tanto flasheó con el lugar que cuando regresó a su península amada le puso ese nombre al pequeño hotel de 11 habitaciones que inauguró hace nueve años, como una extensión más glamorosa del hostel. Seis años después, en ese mismo hotel Monte Pilatus aterrizó el paseo de arte donde descansa gran parte de su obra como escultor y se puede visitar en forma gratuita todos los días de 8 a 20 e incluso saborear un café de cortesía.
Allí se pueden observar y comprar esculturas abstractas en hierro reciclado y maravillarse con el arte cinético, obras en movimiento con efecto fotocromático que estimulan la imaginación del observador, sobre todo cuando el sol hace su efecto y con sus rayos participa de la obra cambiando colores y formas en cuestión de segundos. También hay esculturas con espejos como parte significativa de la obra que suelen ser las preferidas de los niños. Toda la obra es singular, no hay una escultura parecida a la otra porque según Federico “hay artistas y artesanos”, la diferencia es que “el artesano repite lo que funciona para vender y el artista crea sin pensar en eso”. Y él está entre los segundos. Las obras más grandes pueden tener hasta tres metros de altura y son muy difícil de vender, pero son el resultado de la inspiración y forman parte de la galería. Un lugar mágico en el corazón de Punta del Este. Así como Rodríguez Páez dice que sus esculturas “son umbrales entre lo sólido y lo etéreo, entre lo humano y lo eterno”, el umbral entre el hotel y la galería de arte es muy difuso, es como que se complementan en el espacio.
Cómo no va a amar el mar y la playa alguien que vivió su vida en una península, cómo no va a ser surfista, cómo no va a emocionarse con los atardeceres marítimos alguien que los ve a diario en Punta del Este. Bueno, Federico es todo eso y le pasa todo eso. Pero su alma viajera le hizo conocer la montaña y allí encontró otra perspectiva. El artista la encontró. Y su futuro inmediato está a cien kilómetros del barrio donde creció, en el Cerro Catedral, el punto más alto de Uruguay con apenas algo más de 500 metros de altura. Allí planea un emprendimiento donde mostrar sus esculturas, hacer un hospedaje para turistas y construir esculturas en piedra, aprovechando la materia prima del lugar, como para satisfacer todos los costados que conviven en la misma persona, el artista y el emprendedor, además del decorador de interiores y el paisajista.
Pero siempre va a volver al Este, al barrio, a las calles, a esas playas que recorría con su abuelo Primitivo, que era primo del reconocido pintor y escultor Carlos Páez Vilaró, el creador de esa maravilla indescriptible que es Casa Pueblo, en Punta Ballena. Y no va a dejar de visitar la tumba de Primitivo ni va a dejar de llevar a cabo el ritual de escuchar junto a los restos de su abuelo dos o tres canciones de Facundo Cabral, como cuando era chico y la melodía que emocionaba y divertía a ese hombre salía despedida del grabador a pilas gastado que dominaba la escena de la fragua.
“Pensar que nadie daba dos pesos por mí cuando era adolescente”, rememora Federico a la distancia. Y sigue, con una sonrisa genuina en los labios: “Muchos decían que iba a terminal mal porque andaba siempre callejeando, pero tan mal no me fue ¿no?”. Lo dice con naturalidad, sin soberbia, como cuando en la despedida le da un consejo al periodista que se interesó por su historia. “Haceme caso que la calle enseña, cuando quieras saber cómo viene la temporada en Punta del Este, no preguntes en las inmobiliarias como todos, hablá con los cuidacoches, esos tienen la posta porque están en la calle”.
* https://federicorodriguezpaez.art.blog
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