En Florencio Varela, internos de la Unidad Penitenciaria 24 y empresarios pymes jugaron por la inclusión. Crónica de una jornada que incluyó un almuerzo y una recorrida por el penal.

El partido del último jueves en realidad empezó a jugarse hace once años cuando Cuomo fue al penal por primera vez y le propuso al pastor Héctor Santojanni idear programas de inclusión laboral. En 2016, se jugó un amistoso entre internos y pymes. Varios de esos 22 empresarios volvieron al complejo penitenciario para el segundo partido de la esperanza, toda una experiencia para quienes están privados de la libertad y para los invitados. «A simple vista no sabés quién está acá y quién de visita», dice Pablo, quien hace dos años cumplió su condena y dejó la unidad, en el final de la jornada que incluye la entrega de certificados para los participantes del taller de albañilería, gritos de goles, empanadas, pizzetas y hamburguesas en el pabellón levantado hace cuatro años por los propios internos y charlas sobre la vida intra y extramuros.
Por 90 minutos, Pablo Rodríguez –hincha de Independiente, ingeniero pyme de Avellaneda– se concentra en el rol asignado: dirigir al equipo visitante. «No me importa lo que vinieron hacer: ¡Hoy hay que ganar!», exige mientras dibuja el esquema con ocho jugadores sobre una hoja. «Mirá cómo juega el de jean, el paraguayo», advierte un compañero del pabellón a los espectadores. Además del jean, lleva un sweater a rayas horizontales, una chomba verde claro que sobresale por el cuello y la pelota siempre cerca de la diestra, incluso cuando decide jugar descalzo el segundo tiempo. Comparte el medio con el de la camiseta de Tevez que le pega al arco cada vez que puede y anota el 1 a 0. Arriba está el de Lafe, el goleador del mediodía. Abajo, la voz de mando es del veterano de cabeza rapada que lleva los colores de San Pablo. La columna vertebral la completa el arquero con la 9 de Chacarita. «El fútbol es una excusa para generar un acompañamiento. El deporte es algo que iguala», opina Juan Sierra, hincha de Vélez y dedicado a la distribución de alimentos en Moreno, al mirar el partido junto a Marta, una de las tres mujeres de la comitiva y dueña de una ferretería industrial que por las crisis está al filo del cierre después de 50 años. A unos metros, Pablo recuerda su paso por la unidad. Apenas salió del penal trabajó un año en la empresa de Cuomo. No fue el único. Son ocho los que pasaron por la pyme de Avellaneda una vez cumplida la condena. Uno ellos aún permanece en el puesto: estuvo tras las rejas por robar y hoy es cobrador. Nunca faltó un peso en sus rendiciones.
Fuera de la cancha, Héctor está atento a todo lo que sucede. Tiene 37 años, está encerrado hace cuatro junto a su hermano y su padre. En 2016, salió a la cancha contra las pymes. Esta vez no: como coordinador del pabellón quiere que la jornada salga como estaba planificada. «Estoy muy pendiente de que esté todo preparado», explica y asegura que en este sector de la cárcel de Florencio Varela estrenada en 1995 no hay lugar para las drogas, las peleas ni los códigos tumberos.
La mayor parte del día, los 52 internos del D1 trabajan en diferentes talleres y oficios del complejo penitenciario compuesto por seis unidades y alrededor de 7000 presos. Los suelen dictar los propios internos. Saúl, de 46 años, amanece antes de las 7:30 y hasta la tarde está en la clase de desarme tecnológico donde separa cada material –plásticos, bronce, cables, por caso– para venderlo como reciclaje. «Así salís un poco del encierro, digamos. Si no hacés nada no se te pasan más las horas», refleja durante el almuerzo. Entre mate y mate, Gustavo –26 años, look y corte de futbolista, preso hace cuatro meses por un robo y a la espera de su condena– relata por qué se perdió el partido. Antes de caer preso, se rompió los ligamentos cruzados y tiene que operarse. Desde los 3 y hasta los 15, su vida giró alrededor de una pelota en baby y futsal en las inferiores de River. Pero el estirón de la adolescencia llegó acompañado de un dolor en la espalda que nunca cedió. «El deporte te aleja de todo. Cuando lo dejé, me desvié y empecé a patear la calle», sostiene. Para fortalecer la rodilla, se ejercita en el gimnasio del penal que inauguró una cancha de rugby a fines de 2018 donde juegan Los Legionarios. También hay mesas de ping pong y se organizan torneos de fútbol entre los internos.
Cada pabellón tiene su pelota, un bien escaso, tal vez de primera necesidad. Por eso se escuchan lamentos cuando un despeje del equipo de los empresarios supera una pared y se cuelga en el patio del pabellón de máxima seguridad. El riesgo es alto. Las pelotas no se comparten: son de cada sector. Si se pinchan o rompen, se termina el fútbol hasta conseguir otra y eso puede llevar varios días. Nadie quiere que termine el juego. Un guardia se trepa por el techo y devuelve la pelota desde el patio. «El entramado pyme puede contribuir mucho a la inclusión de los que no tienen muchas oportunidades. Si no hay oportunidades, estamos todos cocinados», sintetiza Cuomo antes de reiniciar el partido. La jornada es un quiebre en la cotidianeidad de los internos y de los invitados que pasan unas horas entre los muros.
Restan unos minutos, algunos intentos fallidos de los visitantes y la victoriosa resistencia de los locales. El fútbol se termina. Queda el almuerzo y el intercambio de historias. Acaso también queda un espacio abierto para un pase de gol que, esta vez, se grite afuera del penal. «
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