García Márquez: 11 años desde que se fue para siempre llevándose el taller de hacer prodigios con las palabras

Por: Mónica López Ocón

Tan celebrado como criticado, tan puesto en el bronce como depuesto, el Premio Nobel colombiano dejó una obra que es casi un libro de instrucciones de cómo sacar conejos y grullas de origami de la galera mágica del lenguaje.

El siguiente texto es de Pablo Neruda, pero muy podría haberlo escrito García Márquez si alguna vez hubiera deseado describir cuál era su relación con las palabras: Todo lo que usted quiera, sí señor, pero son las palabras las que cantan, las que suben y bajan… Me prosterno ante ellas… Las amo, las adhiero, las persigo, las muerdo, las derrito… Amo tanto las palabras… Las inesperadas… Las que glotonamente se esperan, se escuchan, hasta que de pronto caen… Vocablos amados… Brillan como piedras de colores, saltan como platinados peces, son espuma, hilo, metal, rocío…”

El 30 de mayo de 1967 apareció  por primera vez Cien años de soledad en Argentina publicada por Editorial Sudamericana. Sí, en Argentina, a pesar de que su autor era colombiano. Sobre este hecho singular se ha escrito mucho y también se ha literaturizado mucho la cuestión de que García Márquez era tan pobre que le faltó plata para hacer fotocopias y enviarlas por correo a estas latitudes.

Pero lo importante no es eso, sino que ese libro significó un antes y un después en la historia de la literatura latinoamericana o de la literatura a secas.

Más tarde se le hicieron muchas críticas a García Márquez y a su libro particularísimo: que pintaba una Latinoamérica for export hecha a medida del gusto europeo, que con Cien años de soledad  el autor fundó toda  una línea de fábricas de hacer milagros por lo que el “realismo mágico” se transformó en una suerte de receta de cocina de la que muchos escritores y escritoras abusaron  como si se tratara de una fórmula imprescindible para obtener éxito de mercado. ..

Las críticas competían y aún compiten por dar en el blanco y herir de muerte a un texto que comenzó su camino consagratorio apenas salió de la imprenta.  Es cierto que se instalaron muchas fábricas clandestinas de hacer milagros literarios truchos, pero eso no tuvo que ver con García Márquez, sino con los fabricantes de imitaciones.

Pero lo cierto es que la primera vez que se leía Cien años de soledad sin el armazón de las críticas “inteligentes” que se fueron sucediendo, se experimentaba un goce inmenso. García Márquez dotaba a las palabras de un erotismo tan intenso que era imposible no experimentar un verdadero goce textual.

García Márquez, el señor de las palabras ardientes

Cuando uno entraba a la primera página de Cien años de soledad dispuesto a seguir una dieta hipocalórica, se encontraba con que García Márquez había preparado un banquete opulento, una suerte de orgía lingüística a la que era imposible sustraerse  por más que uno estuviera siguiendo una dieta estricta de inteligente mesura literaria.

A cada paso uno tropezaba con un barroquismo salvaje, posiblemente ese barroquismo que Alejo Carpentier entendió como el mejor modo de escribir sobre América Latina y su geografía barroca. Claro que los argentinos no somos tan frondosos ni tan imprudentes con las palabras, por lo que, como buenos moralistas, muchos disfrutamos de la orgía y luego emitimos nuestra inapelable condena moral: ¡Cien años de soledad a la hoguera!

Foto: HASSE PERSSON / AFP

Pero cómo quemar en la hoguera un  libro que era en sí mismo una hoguera. Es casi seguro que en aquel 1967 la lectura de Cien años de soledad produjo la sensación compartida de que había un antes y  un después de ese texto que ponía en escena gitanos que vendían objetos que eran el último grito de la ciencia, mujeres que levitaban, mariposas amarillas y los ubicaba en un territorio tan húmedo y caliente que las palabras maduraban como frutas, eran dulces y jugosas y tenían un sabor perdurable.

La rutina es maligna, devoradora. Logra hasta que uno se acostumbre a los milagros, que integre ese texto de García Márquez  a  la cotidiana burocracia literaria y lo trate como si hubiera estado entre de nosotros desde  siempre, como si no hubiera existido nunca un día en que las palabras se volvieron sensuales delicias tentadoras.

Pero en algún lugar debe de estar ese deslumbramiento primitivo que sólo  pueden producir  los hombres  lanzallamas, los magos, los faquires, en fin los artistas de las ferias entre los que figuran los narradores orales que construyen mundos  nunca vistos haciendo malabares con las palabras.

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