Goebbels tenía razón

Por: Claudio Cormick / Valeria Edelsztein

Nuestro cerebro tiene un atajo peligroso: cuantas más veces escuchamos algo, más fácil nos resulta procesarlo y, por lo tanto, más verdadero nos parece. Si una mentira se repite lo suficiente, empezamos a creerla y, por lo tanto, dejamos de verla como algo inmoral. Pero… ¿hay un límite para lo que estamos dispuestos a creer?

Contra lo que cree cierto discurso anticapitalista y antifascista un tanto romántico, y que ve en los nazis una especie de punto máximo de la dominación tecnocientífica del mundo, la verdad es que Hitler y su runfla no se llevaban taaan bien con la ciencia.

No solo por los puntos más obvios, como lo flojas de papeles que estaban sus “teorías” racistas, sino también porque su ascenso al poder implicó que científicos y científicas de primerísimo nivel como Albert Einstein y Lise Meitner salieran eyectados de Alemania. Incluso, el purismo racista de los nacionalsocialistas llevó a sacrificar líneas enteras de investigación y hasta a extremos bizarros como oponerle a la “física judía” de Einstein una “Deutsche Physik” (sí: “física alemana”). Peeero hay algo en lo que quizá, quizá, la ciencia termina dándoles la razón en algo a los nazis.

Una ciencia en particular: la psicología.

A un nazi en particular: Goebbels, ministro de propaganda.

***

Goebbels es frecuentemente señalado como el autor de la frase “Miente, miente, que algo quedará”, o, en lo que serían traducciones más exactas del texto alemán que circula, “Una mentira repetida lo suficiente acaba convirtiéndose en verdad”, o “Una mentira sólo necesita repetirse lo suficiente. Entonces se creerá”. Esta frase puede sonar rara: ¿por qué la simple repetición de una mentira (o de lo que sea) la volvería más creíble?

Hace pocos años, el politólogo y semiólogo Ignacio Ramonet sostenía más bien, en La era del conspiracionismo, que “muchos activistas conspiracionistas de redes consideran que una verdad repetida mil veces es quizás una mentira. Por ejemplo, me han dicho siempre que la Tierra es redonda, y me lo han repetido tantas y tantas veces que, por eso, resulta sospechoso: es probable que sea falso”.

Si esto fuera así, no solo Goebbels no tendría razón sino que, irónicamente, a la hora de combatir las distintas formas de negacionismo —el que cuestiona que la Tierra sea una esfera, que las vacunas son seguras y efectivas, que el cambio climático es de origen antrópico… o que es perfectamente plausible que haya habido, sí, alrededor de 30 mil desaparecidos— nos beneficiaríamos del hecho de que estos discursos anticientíficos circulen más: justamente, la frecuencia con la que se repiten los volvería menos creíbles.

Pero entonces, ¿tenía razón Goebbels o tiene razón Ramonet?

***

En 2002, las investigadoras Kathryn Braun, Rhiannon Ellis y Elizabeth Loftus le mostraron a un grupo de personas un folleto falso de Disneyland que incluía a Bugs Bunny, un personaje de Warner que nunca estuvo ni estará en Disney. Después de verlo, el 16% de los participantes aseguraron haber saludado personalmente al conejo en su viaje a la tierra mágica.

Pero esto no terminó ahí: investigaciones posteriores mostraron que, con exposiciones repetidas a estos anuncios falsos, el porcentaje de personas que afirmaban haber visto al zanahoriófilo aumentaba hasta un 30%. Este experimento ilustra lo que se conoce, por un lado, como efecto de desinformación -la exposición a información falsa puede alterar nuestros recuerdos y hacer que recordemos eventos que nunca ocurrieron- y, por el otro, el efecto de verdad ilusoria (truthiness) o familiaridad, al que, como ya vimos, también podríamos llamar efecto Goebbels: miente, miente que algo quedará…

En realidad, el efecto de familiaridad ya era algo muy conocido para la época del “experimento de Bugs Bunny”. En 1977, los psicólogos Lynn Hasher, David Goldstein y Thomas Toppino habían publicado un artículo muy famoso en el que describían el curioso fenómeno: cuanto más escuchamos una afirmación, más cierta nos parece. Llegaron a esa conclusión tras pedirle a estudiantes universitarios que evaluaran la veracidad de 60 afirmaciones de cultura general, repitiendo algunas en diferentes intervalos. El resultado fue sorprendente: sin importar si las afirmaciones eran verdaderas o falsas, la repetición aumentaba la creencia en su veracidad.

Esto, que resulta aterrador, se pone peor si vemos que ni siquiera saber que algo es falso nos protege de este efecto: en 2015, la psicóloga Lisa Fazio y su equipo de trabajo mostraron que, tras repetidas exposiciones, los participantes de su estudio empezaban a creer afirmaciones falsas, aunque al inicio sabían que lo eran.

Un año después, otro grupo de investigación corroboró que esto también ocurre con noticias falsas, incluso cuando llevan advertencias de verificación. Sus experimentos incluyeron una amplia gama de titulares absurdos en el contexto de las elecciones presidenciales de EE.UU. en 2016, como «Mike Pence: La terapia de conversión gay salvó mi matrimonio».

Estos titulares fueron calificados como más precisos tras una exposición repetida, sin importar la afiliación política de los participantes. Un relevamiento de noviembre de 2020 de YouGov reveló que, a pesar de la abrumadora evidencia en contra, el 81% de los votantes de Trump seguían creyendo que las elecciones fueron manipuladas. Algo similar se vio en otra investigación respecto del Brexit en el Reino Unido.

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¿Cómo es que pasa esto? Nuestro cerebro tiene un atajo peligroso: cuantas más veces escuchamos algo, más fácil nos resulta procesarlo y, por lo tanto, más verdadero nos parece. A esto se le llama fluidez cognitiva (fluency), y es la razón por la que el efecto de verdad ilusoria es tan poderoso. El problema es que la fluidez no distingue entre lo cierto y lo falso. Si una mentira se repite lo suficiente, empezamos a creerla y, por lo tanto, dejamos de verla como algo inmoral. Compartir desinformación deja de parecernos grave simplemente porque aquello que compartimos nos suena familiar.

Pero… ¿no hay un límite para lo que estamos dispuestos a creer? Lo hay. Algunas afirmaciones son demasiado ridículas y, sin importar cuántas veces se repitan, no aumentan su grado de aceptación; se testeó con “La Tierra es un cuadrado perfecto” (promoción no válida para Lilia Lemoine, quizás). Nos encantaría que pasara con el enunciado “la inflación venía viajando al 17.000%” o “sacamos a 10 millones de argentinos de la pobreza”, pero lamentablemente mucha gente sigue pensando que es verdadera.

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La ironía última de la historia es que, en realidad, la propia atribución a Goebbels de la frase del “Miente, miente” (o cualquiera de sus variaciones) probablemente se explique, en parte, por efecto de familiaridad: todo parece indicar que la cita es apócrifa. En realidad, es la frase la que tiene razón, no Goebbels, porque no la dijo. El tema es, irónicamente, que escuchamos tantas veces que fue Goebbels quien dijo eso, que terminamos por creerlo. Hagamos nuestro mayor esfuerzo para tratar de evitar que nos pase lo mismo con las mentiras de este gobierno.

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