El último libro de Josefina Licitra, Crac, es una crónica muy personal sobre el silencio que mantiene con ella su padre que vive en Europa desde 1978. Una historia que traspasa las fronteras de la intimidad para mostrar los daños que produjo el exilio político.

Sin mencionar casi la dictadura cívico-militar que asoló la Argentina en la década del ’70, a través de un hecho familiar tan íntimo como que un padre deje de hablarle a su hija, la autora, trasciende su historia personal no sólo para mostrar la hondura que puede alcanzar el dolor, sino también para hacer visible esos daños que no entran en las estadísticas de pérdidas, las historias que nunca integrarán la Historia.
Prescindiendo de todo elemento ficcional, Licitra logra que el lector se involucre en la historia que, al fin y al cabo, es la historia de un desencuentro amoroso en el sentido más amplio del término, que todos o casi todos hemos padecido alguna vez.
Crac es un libro concentrado, una esencia lingüística que en el breve lapso de poco más de 150 páginas despliega una intensidad inusitada a la que resulta imposible permanecer ajeno.
–¿Cómo fue tomar la decisión de escribir sobre la relación con tu padre que había dejado de hablarte?
–La fui trabajando a lo largo de mucho tiempo, pero más que una decisión había un deseo de llevar a la palabra ese interrogante que tenía sobre mi padre: por qué había dejado de hablarme. La transformación de ese deseo en decisión tomó bastante tiempo y creo que terminó de formarse una vez que encontré la estructura de la historia que fue el viaje de mi padre a la Argentina para ver a mi abuela.
Mi duda sobre la publicación tenía más que ver con el encuentro de una estructura que pudiera sostener la historia que con cuestiones vinculadas al temor a una represalia porque, de hecho, más silencio del que había entre los dos no podía haber. Por eso, publicando el libro no tenía nada que perder y si tenía algo que perder era algo del orden de lo literario como hacer un trabajo que no estuviera bien.
Es como la diferencia entre hacer un desnudo cuidado y un desnudo pornográfico. Eso sí me preocupaba. Recién cuando encontré esa estructura tuve cierta tranquilidad y me mandé sabiendo que iba a terminar publicando el libro.
–Una pregunta indiscreta: ¿surtió algún efecto en tu padre la publicación de Crac
–(Se ríe) Si por surtir efecto se entiende que mi padre apareciera en la respuesta, por lo menos hasta ahora, es no. Pero el futuro es largo o tengo esperanza de que lo sea. En cuanto al efecto que tuvo en mí, fue de mucho alivio. En términos generales, más allá de alguna repetición o algún pequeño error, estoy más que contenta. Ya conozco el silencio de mi padre, así que puedo estar en él por el resto de la vida si fuera necesario, aunque espero que no.
–Todo el libro, pero especialmente la escena final en la que estás frente a la casa donde se aloja tu padre es muy visual.
–Sí, puedo identificar que en mi manera de escribir hay un componente visual alto al punto de terminar escribiendo guiones cinematográficos. Me es afín ese tipo de escritura. Necesito ver los espacios para poder contarlos. De hecho, cuando tengo dificultad para avanzar con una historia, la pienso en imágenes. Me pregunto si esa historia fuera un documental cómo seguiría. Esa pregunta me ayuda mucho a avanzar con las historias.
No manejo mucho ideas en abstracto, sino que las voy bajando a escenas. Hoy tengo la necesidad imperiosa de tener una estructura narrativa, pero creo que mi escritura está en un terreno límite entre la narrativa y el guion cinematográfico.
–El libro fluye, pero quizá su escritura no haya sido fácil porque supongo que es difícil lograr, y vos lo lográs, que quien te lee se sienta interesado por una historia tan personal, tan íntima.
–Sí, me preocupaba que fuera un libro muy solipsista y, finalmente, terminara contando cuitas familiares y la sensación fuera ¿y a quién le importa si mi abuela es de tal forma o de tal otra, si mi padre, si mi tía, si mi madre? Había un riesgo de que todo eso fuera totalmente irrelevante para otra persona. Pero luego me di cuenta a través de las devoluciones que recibí de gente que conozco y de otra que no conozco, lectores que me escribían a través de Instagram, por ejemplo, de que hay tantas familias con quilombos como personas hay sobre la Tierra.
El subgrupo de personas que tienen problemas con sus padres es bastante abultado y el subgrupo de personas que tienen padres que nos les hablan también es un grupo más grande de lo que yo creía. A quienes no les pasa nada de esto y tienen unos padres increíbles también conectan con el libro porque tienen dolores afines a dolores que aparecen narrados en las historias. Me doy cuenta de que las familias están más rotas de lo que creemos. Hay algo de eso que conectó muy bien en términos de empatía con los lectores.
En cuanto a lo que decís sobre el hecho de que el libro fluye, es una forma de escribir que a mí me gusta. Me gusta que se pueda leer a cierta velocidad, que no haya que detenerse para entender o desanudar algunas oraciones. Pero eso me llevó mucho tiempo, el proceso de escritura fue largo. En un primer momento tomé notas en una libreta o en la computadora o me mandaba mensajes a mí misma por teléfono.
Eran escrituras muy fragmentarias que iban acompañadas de un temor muy real de no terminar nunca de hacer nada con eso. Mi temor a no poder publicar por un tema de neurosis era muy alto. Hoy casi no puedo creer que publiqué el libro. Hubo mucha escritura en abstracto hasta que me senté a escribir y a esa escritura en abstracto también la considero escritura.
–Leyendo Crac uno ve cómo afectó el exilio, de qué modo modificó a las familias, de qué modo la dictadura transformó la vida personal y no lo ve en abstracto, sino de una forma muy concreta. En este sentido, si bien es un libro sobre algo muy personal, también da cuenta de lo que nos pasó a nivel nacional.
–Totalmente. De todos modos no sólo hay algo de que los ’70 nos pertenecen a todos, sino que pone en circulación historias de daño social que no necesariamente tienen que ver con la muerte Lo digo sin bajarles el precio a nuestros muertos, pero hubo varias formas de daño y varias formas de irreversibilidad. Se dice que quien se exilió puede volver, pero no es tan fácil volver ni es tan fácil quedarse. Nada es fácil cuando tenés que irte corriendo de tu país. Uno echa raíces en el lugar al que se fue porque, si no enloqueces.
Esas raíces hacen un trabajo que te aparta de tu tierra natal. Había algo que yo quería contar de manera literal y es el daño que se generó en familias que no necesariamente tenían un desaparecido. Es el dolor del que se fue y el dolor y el estigma de aquel que se quedó porque durante años se pensó que si alguien se quedó y estaba vivo era porque algo había hecho. Hemos sido muy sancionadores y muy moralizantes, como si hubiera habido un manual implícito sobre cómo comportarse en dictadura. Pero cada uno hizo lo que pudo y nos dolió a todos. Incluso a los que la dictadura les pasó por el costado también los afectó.
–En lo que hace a lo estrictamente personal, creo que los problemas con los padres dañan mucho porque en el imaginario popular un padre o una madre son seres que siempre te van a apoyar y te van a tener un amor incondicional. Y cuando eso no sucede…
–Parece incuestionable que los padres siempre quieren a sus hijos cuando no siempre es así. Hablo desde un lugar muy personal, pero yo no podría dejar de querer a mi hijo aunque se hiciera asesino serial. No sé qué haría en un caso así, pero no podría dejarlo a un lado y devolverlo al mostrador como diciendo “esto no es mío”.
No quiero hacer un análisis sexista pero me parece que son los padres más que las madres los que aprietan con mayor facilidad el “botón de arrepentimiento” como cuando querés devolver lo que compraste. Mi marido es un padre increíble, hay grandes padres por todos lados, pero también hay algunos que tocan el botón.
–Creo que la figura de la madre está un tanto sobrevalorada en la sociedad y que llevar en el vientre a un hijo durante nueve meses no garantiza nada.
–Eso desde ya, no hay garantías. Si no, seríamos todos felices.
–Crac me pareció un libro muy arriesgado y valiente. No encuentro otro adjetivo mejor. Desnuda parte de tu intimidad no por afán de exhibicionismo, sino quizá como una forma de hablar del dolor, de llevarlo más allá de tu propia historia con tu padre.
–La desnudez es alta, sí, y desnudarte y que salga mal es lo peor que te puede pasar. Es un libro impúdico en el que todo el tiempo estoy corriendo el velo de mi propio pudor para poder contar.
–¿Qué reacción produjo en tu familia, cómo fue leído?
–Hasta ahora fue leído de una manera muy amorosa y muy conmovida, lo que también me deja tranquila. No sé si mi padre lo leyó o no. Seguramente lo va a leer en algún momento. Incluso yo se lo podría llegar a mandar. Tengo una familia de buenos lectores aunque muy sectorizada y centrada en un aspecto específico. Crac es también una historia familiar.
–En todas las familias hay zonas de silencio y vos le pudiste poner una voz a ese silencio.
–Me gusta esa lectura. Sí, hay una topografía familiar con montañas, valles ríos, mesetas, ríos, con cosas sobre-narradas y con cosas silenciadas y no por cuestiones estratégicas, sino porque se dio así. Por suerte algunos de esos silencios fueron no salvados, pero sí iluminados como si lo hiciera con una linterna. Creo que es todo lo que se puede hacer con los silencios, pero ya es bastante.
–Decís que pudiste ponerte a escribir una vez que encontraste la estructura. ¿Cómo fue la escritura a partir de ese momento?
–Mucho más metódica. Tengo muy identificado ese momento porque tiene que ver con dos eventos que se dan de forma casi simultánea: me entero de que mi padre viene al país por una semana justo unos minutos después de que me rompo un pie en la clase de danza. Me dije que tenía que juntar fuerzas y sentarme a escribir atravesando mi propia neurosis. Y, por fin, pude ponerme a trabajar con todo el material que fui juntando desde 2018. Pese a que es corto, nunca me costó tanto un libro
“Como todas las familias, esta también tiene disgustos. Y parece que el mayor de todos lo provoqué yo. En 2019 publiqué un texto sobre la relación con mi padre, quien vive en Europa desde que, en 1978, se fue de Argentina como exiliado político”.
“Hacía tres años que él no me hablaba sin que yo entendiera bien por qué, y mi incapacidad para encararlo y preguntarle eso, por qué, me había llevado a pensar que el problema tenía una profundidad tectónica a la que no se podía llegar en una conversación”.
“Urgida por comprender al menos algo escribí una crónica. Podría haberlo analizado con un terapeuta o haber hecho mis exploraciones en silencio, pero escribí y publiqué tomada por una lógica sobre la que todavía me hago preguntas y de la que sólo sé una cosa: cuando me desoriento, escribo. No conozco otra manera de condensar el vapor en el que flotan, todavía sin lenguaje, la vida y sus infinitos misterios”.
“Y después publico lo que escribo, eso sí. Nadie escribe para sí mismo”.
“El texto ahondaba en algo que todavía me perturba. A lo largo del tiempo la relación con mi padre se había ido extinguiendo como una estrella que se apaga y deja un agujero negro en el espacio”.
«Yo le hablaba poco. Y él apenas llamaba en los cumpleaños para saludarnos a mí -su única hija- o a mi hijo-su único nieto- con una incomodidad notoria que anunciaba el fin inmediato de la comunicación».
«La última vez que conversamos duramos poco más de un minuto. Era el invierno de 2016 y yo estaba en la playa. Hacía frío pero había sol. Cuando sonó el teléfono, yo caminaba descalza y mi marido trotaba a lo lejos. Atendí. La presencia de mi padre se abrió paso entre el ruido del viento. Me dijo feliz cumpleaños, le agradecí, le conté dónde estaba, respondió algo breve, nos despedimos».
«Nunca más volvi a escuchar su voz».
Josefina Licitra, fragmento de Crac.
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