Un cuento, un reloj y una niña que marcó la infancia de Ivana Zacharski se convierten en un unipersonal que explora el paso a la adolescencia con poesía, danza y narrativa escénica.

“Con Casandra, que es una performer que tiene una corporalidad muy singular, compartimos teatro hace muchísimos años y la convoqué para experimentar con esa versión que había hecho a partir del cuento. Con Velázquez no solo la unía una amistad a partir del teatro, sino un elemento que marcó las aventuras y delicias de las infancias de ambas: el agua. Toda la tensión se puso sobre la temporalidad del agua: había una botella y un vaso que decía: ‘El agua es tiempo’. Pero no se trataba de cualquier agua, por así decirlo, sino la del río Uruguay. Y en un lugar específico de su trayectoria. Allí pasé los mejores años de mi infancia: el río, la pesca, la observación de los animales. Desde ahí fui al rescate de unos relatos que había estado escribiendo desde hace muchísimos años sin saber para qué, pero que están anclados en Misiones y en situaciones de violencia”, explica Zacharski.
Apóstoles es la localidad que vio nacer a Ivana Zacharski a mediados de los 80; la década siguiente fue la que la vio crecer y empezar a husmear en aquello que toda infancia suele dejar de lado en pos de la diversión sin fin. “La única referencia que hay es el arroyo Chimiray, que atraviesa el pueblo y divide Misiones de Corrientes, y tiene frontera con Brasil.” Una zona de cruce, cruces que no solo son de nacionalidades e identidades étnicas diversas, sino también de clases y culturas.
“La protagonista es una ‘ella’, no tiene nombre, y está parada en todas las edades de su vida. Me gusta pensar en ese verso de Gabriela Mistral, de El país de la ausencia: ‘Con edad de siempre, sin edad feliz’. Me gusta pensar que narrarse es inventarse, y también pensar que el pasado se puede intervenir, distorsionar, inventar, crear; y es eso lo que hace el personaje de La Estela.”
La estela, sin embargo, recala en una edad: es una chica descubierta en la transición de la pubertad a la adolescencia, momento de la vida en el que Zacharski cree que “se forja cierta matriz vinculada al amor, y a lo que uno entiende por amor; la obra abre esa pregunta: si se puede amar en la intemperie”. La respuesta no se dará acá, por supuesto, y tampoco la obra la deja del todo resuelta. “Intemperie afectiva. Y qué pasa cuando el núcleo familiar que debiera cuidar falla en la infancia.” Para ser más clara, recurre a tres películas que ve con reiterancia: La infancia de Iván (Andrei Tarkovski), Los 400 golpes (François Truffaut) y Gloria (John Cassavetes). “Son niños que van tomando decisiones de adultos. Siento que es una problemática actual, y esa fuerza creativa me interesó para construir el personaje. Fue un tejido a dos agujas: mientras iba convirtiendo esos textos para ser dichos en un escenario porque eran más narrativos, de las novedades que surgían en los ensayos se fue completando la dramaturgia. La potencia de ese pasaje de la niñez a la adolescencia como un momento bastante brutal en la vida.”
Y sin embargo, como el reloj del cuento de Lispector, La Estela existió. “Era una niña de mi barrio que me impactó muchísimo descubrir que se prostituía. Lo descubrí en la casa de un familiar. Fue muy impactante para mí.” Entonces, como en La relación de la cosa, Zacharski quiso: “Conocerlo. Saber cómo vivía, tomar un tereré, ir a buscarla con la bicicleta, ir al monte. Yo vivía en el barrio Arturo Illia y ella en el Juan Domingo Perón; estaba uno al lado del otro, y justo cambiaba en la esquina de mi casa.” En la adulta que recuerda a aquella niña que descubrió a La Estela, el Perón era “toda una aventura: era un barrio más hostil”. La búsqueda dio frutos, aunque no los buscados. “En una ocasión nos cruzamos y ella, que era una niña adulta, tenía una hermana a la que, en mi barrio, de forma muy cruel, le decían: ‘Ramona pide pan’, porque pasaba por las casas a pedir comida. Y un día La Estela me cruzó en la calle Tacuaral, que era una calle llena de tacuaras que, cuando se rozan entre sí, producen un ruido muy particular que parece pájaros cantando. Ahí había muchas historias. Y ahí me quiso cagar a piñas porque se había enterado de que eran mis amigos los que le decían a su hermana: ‘Ramona pide pan’.” Zacharski insistió en conocer algo más íntimamente a La Estela, pero finalmente no hubo frutos de ningún tipo: “Hacía todo mal para ser su amiga, aunque yo insistía. Fui viendo cómo fue creciendo La Estela, y la obra es un poco un homenaje a ese personaje de mi barrio. La estela también es el dibujito que pasa cuando un cuerpo pasa.”
Una huella acuática que pronto se desvanece. En cambio, la que La Estela dejó en Zacharski sobrevivió. No lo dice, pero probablemente ahora encuentre más sentido a esas cosas que fue “escribiendo desde hace muchísimos años sin saber para qué”. “Me gusta pensar en las sensaciones que quedan en el cuerpo de esos impactos emocionales de la infancia y la adolescencia.”
Dramaturgia: Ivana Zacharski y Casandra Velázquez. Actúa: Casandra Velázquez. Dirección: Ivana Zacharski. Sábados a las 18 en El Camarín de las Musas, Mario Bravo 960.
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