
Hemos escrito ya sobre lo contradictorio de querer ganarle a Cambiemos despreciando a sus votantes o simpatizantes, responsabilizándolos por las terribles consecuencias de esta desastrosa gestión gubernamental. Ya señalamos la importancia de captar a los indecisos (aquel deseado tercio en disputa), de generar empatía, de encontrar intereses y valores comunes, de acercar posiciones.
Hoy, esto tiene una importancia capital. Porque hoy, lo único que le queda a Cambiemos es la grieta política: la construcción de un enemigo inmoral, soberbio, intolerante, mentiroso, violento, vengativo. Lo que hoy necesita Cambiemos, como nunca, lo que busca activamente, es que florezcan uno, dos, mil faraones.
No le queda nada más, ni siquiera un logro sustantivo de gestión por el que “meterse en política” haya valido la pena. Cambiemos perdió algo mucho más decisivo que el control de la economía: perdió su élan, su vitalidad política. Hasta Cambiemos parece haber dejado de creer en Cambiemos. Y por eso es muy probable que cualquier cosa que ensaye para retomar el control fracase. No se trata sólo de un problema técnico, se trata de un problema político.
Por eso, cuando los antaño Maquiavelos de la comunicación gubernamental insisten con las recetas que tan útiles les fueron en el pasado (la cercanía, la preocupación por los «problemas de la gente», la empatía), hoy los vemos desanimados, faltos de convicción y de autoridad. Es que el élan se fue, y sin él, nadie gana una «batalla por las almas».
Aquella fuerza política imparable que en 2015 nos prometió futuro, felicidad, crecimiento, éxito, orden, dólares, meritocracia, eficiencia, justicia, honestidad, confianza, alegría, paz, seguridad, y kirchneristas tras las rejas, en 2019 sólo puede ofrecernos kirchneristas tras las rejas y precios esenciales.
Hoy, lo único que mantiene en pie a Cambiemos es la grieta política. ¿Qué sentido tiene, entonces, alimentarla?
Hoy, lo único que le queda al gobierno es la intolerancia de la oposición hacia sus adherentes. Esa necesidad imperiosa de tener razón, de mostrarle al otro sus errores, pero con insultos, chicanas, menosprecio, escraches. Gestos de intolerancia que no «convertirán» a nadie, sino todo lo contrario, y que lo único que lograrán es mantener en pie lo poco que queda de este gobierno.
Por eso, hoy más que nunca, si queremos ganar, primero respetemos al otro, reconozcámoslo. No se trata ni de avenidas del medio, ni de ensanchar las veredas, ni de aparentes tolerancias que sólo buscan ganar las elecciones.Se trata de convencernos de que no podemos arriesgarnos a sufrir otra revancha social como la que Cambiemos puso en marcha en 2015. Y de aceptar que no siempre votamos y «acertamos». Porque no siempre votamos con la razón: votamos porque creemos, porque estamos enojados, porque tenemos esperanzas, porque odiamos, porque amamos, porque sí.
Por eso, identificar quién tiene «la culpa» y quién es «inocente», quién estaba «equivocado» y quién tenía «razón», son clasificaciones inoperantes para construir nuestro futuro.
Primero, porque es con esos otros (también con los supuestamente “culpables”o equivocados) que tendremos que reconstruir lo que haya quedado de nuestra sociedad. Porque el futuro siempre es colectivo, nunca individual, aunque durante estos años hayan querido convencernos de lo contrario.
Segundo, porque es peligroso derivar calificaciones morales o intelectuales a partir de las adhesiones políticas e ideológicas. Y durante estos años aprendimos muy bien qué pasa cuando nuestras convicciones políticas son «prueba» irrefutable de nuestra “culpabilidad”.
Tercero, porque en esta crisis que parece eterna, probablemente sea tanta la responsabilidad de los adherentes de Cambiemos, como la que le corresponde a una oposición (entendida en términos amplios) que ha tenido tantasdificultades para constituirse como tal.
Y cuarto, porque en política, pocas cosas son tan peligrosas como la completa certeza de que el otro va a perder.
Entonces, no alimentemos la grieta política que mantiene vivo a Cambiemos. No le demos aliento. Porque no le queda nada, nada más que nuestra intolerancia.
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