La ternura de lo implacable

Por: Ricardo Gotta

El problema es para qué vivimos… Si le dimos contenido a nuestra vida o nuestra vida fue padecimiento. Y eso nos lleva la vida. Ahí es donde está la apuesta”.

Hasta que le dio el físico se subió al tractor y anduvo con él en su chacra. Iba a ver cómo estaban los girasoles, aducía. O tomaba del brazo al visitante y se disponía a caminar por esas hectáreas que modeló con sus manos y que las ofrecía como su mayor proeza. Fuera un rey, un presidente del país que sea, un adversario, o un cumpa de los tantos que siguieron sus pasos. O un periodista argentino que acumuló el enorme orgullo de conversar con él un racimo de veces en distintas circunstancias. Al que el Pepe le dijo: “Nunca hay que dejar de ser libre”.

Ahora irá a parar a hacerle compañía a su perra Manuela, enterrada ahí mismo, a la sombra de un timbó. Y esperará a Lucía, su “maravilloso hallazgo de la vida”. Se conocieron hace 53 años entre fierros, militancia y clandestinidades. Discutían de política o de lo que sea, con la vehemencia con la que vivieron. Se sentaban ante la tele para ver fútbol. O se cocinaban los guisos y milangas que devoraban con fruición. Se atraparon entre la pasión, la palabra contundente, la ternura infinita. No tuvieron hijos y esa una deuda que alguna vez aceptó el viejo batallador: “Me dediqué a cambiar el mundo y se me fue el tiempo».

Siempre vivieron en esa casa de techo de cinc, tan pequeña como para que entraran ellos. Lo único que desbordaba eran los libros y la leña para calefaccionarla. Siempre rodeada de cumpas a los que, hace unos años les cedió unas cinco hectáreas para un comedor y un galpón donde agolparan materiales y herramientas para la construcción de casas populares. A un costado quedó el Fusca que manejó hasta hace poco y por el que rechazó fortunas de ricachones que intentaron comprar lo que la plata no puede.

El Pepe miraba el mundo entre la sabiduría y esos ojos achinados que sólo extendía cuando algo lo impactaba. Ese tipo que fue agricultor, militante, guerrillero, senador, ministro, presidente. Y compañero, lo que más lo enorgullecía. El que nació en Paso de la Arena y murió en Rincón del Cerro, continuidad inalterable, entre el pobrerío montevideano que tiene valederas razones para amarlo.

Y ahora, llorarlo. Y, mañana mismo, trajinar por su legado.

El tipo que estuvo catorce años preso, casi tres de ellos, casi sin poder moverse, incomunicado, comunicándose con sus cumpas de los pozos cercanos por toses y estornudos. Dice que ahí aprendió a escuchar a las hormigas. Se escapó tres veces, tenía seis cicatrices de bala.

El que fue Tupamaro, luego fundó el Movimiento de Participación Popular, que integrado al flamante Frente Amplio de entonces, se convirtió en la histórica “Lista 609”, que lo llevó a la presidencia a él y que promovió hace unos meses a Yamandú Orsi. El tipo campechano que nunca se ponía corbata y andaba siempre con los “tarros” embarrados.

El que no tenía filtro, a la vez era un empedernido componedor. Fundamentalmente alguien que miraba más allá, un predicador irreverente parado en la vereda de lo popular y lo progresista, tan desestructurado en sus posturas, tan abarcativo, preciso, incisivo, intenso y penetrante que le valió impensados enfrentamientos (por caso con los Kirchner) como la adhesión insólita de vastos sectores que no comulgan justamente con la izquierda. El de este lado del charco es un ejemplo fiel: al Pepe lo amaron casi más los sectores antiperonistas y escasamente populares, que el propio progresismo ligado a las herencias ideológicas del General, un terreno que para los uruguayos siempre fue,  al menos, difícil de asimilar.

El Pepe fue José Alberto Mujica Cordano. Algunos lo llamaban El Faro. “Hasta acá llegué”, dijo en enero cuando hizo público que dejaría de pelearle a esa enfermedad de porquería que lo estaba carcomiendo. Ese guerrero quiso ser libre para accionar ante lo más implacable: la muerte. Lo hizo con la lucidez y la ternura que tuvo durante sus 89 años. Entonces los cumpas de los barrios cercanos a su chacra le enviaron un mensaje. “Siempre nos dijiste que ibas a militar hasta el último día. Has cumplido”. Seguramente, el Pepe se habrá sentido feliz.

Lo convocaba la felicidad. Por eso, proclamó una y otra vez, desde que lo aprendió en la cárcel de Punta Carretas, hoy convertido, vaya ironía, en un shopping recontracheto que oculta esos viejos espectros: “Si no puedes ser feliz con pocas cosas no vas a ser feliz con muchas cosas”.

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