
En una de tales sesiones, ya en septiembre, escuchó una voz cavernosa, pero amable, que le susurraba: «Habla, hijo. Y sentirás alivio». Quizás fueran las últimas palabras oídas por Berón, antes de engrosar el agujero negro de los desaparecidos.
Idéntica frase fue escuchada por otros cautivos. Pocos sobrevivieron. Y sin olvidar a quien la decía: un individuo que circulaba por aquella mazmorra con una Biblia bajo el brazo y una Ballester Molina encajada en la sobaquera que le engalanaba la sotana. Tales eran sus labores “confesionales”, tanto allí como en el CCD denominado La Departamental, también en San Rafael.
Recién a fines de 2012 –antes de comenzar el primer juicio por delitos de lesa humanidad en Mendoza– aquel esbirro fue identificado. Se trataba del sacerdote católico Franco Reverberi Boshi. Pero no llegó a ocupar el banquillo de los acusados, ya que había puesto los pies en polvorosa. Con posterioridad fue ubicado en la ciudad italiana de Sorbolo, situada en la provincia de Parma, donde había nacido en 1938.
Así fue el inicio de una larga batalla judicial, que incluyó el rechazo por parte de la Cámara de Apelaciones de Bolonia a un pedido de extradición que había sido oportunamente cursado desde Mendoza. Pues bien, días pasados, el asunto se revirtió, después de que, en Roma, la Corte Suprema de Casación, el máximo tribunal de apelación del país peninsular, ordenara a ese tribunal que reabriera dicho expediente para emitir otro fallo, habida cuenta de las pruebas reunidas contra este personaje, quien así quedó a centímetros de ser deportado a la Argentina.
Esta historia en particular es una excelente ocasión para refrescar el rol de los capellanes militares en el ejercicio del terrorismo de Estado durante la última dictadura. Una dictadura que no solo fue “cívico-militar” sino también “eclesiástica”, tanto por el apoyo explícito de la jerarquía católica local a las autoridades de facto como por la profusión de sacerdotes comprometidos en forma operativa en el genocidio.
La siguiente escena ocurrió días antes del golpe de 1976. El espacioso cine de la base naval de Puerto Belgrano se encontraba colmado por oficiales de la Armada; entre ellos su jefe máximo, Emilio Eduardo Massera.
Sobre una tarima con el escudo de la fuerza, de espaldas a la pantalla, el contralmirante Luis Mendía apeló a una frase seca para anunciar el inicio de las “operaciones antisubversivas”: “En esta lucha, señores, el enemigo no está contemplado en los organigramas clásicos”. Y agregó: “Los prisioneros irán a volar; pero algunos no llegarán a destino”. Se refería a los vuelos de la muerte. Finalmente, ya con una mueca piadosa, dijo: “Se ha consultado a las más altas autoridades religiosas. Ellas están de acuerdo con que es un modo cristiano de morir”. Su público asimiló esas palabras con absoluta normalidad.
Semejante episodio es apenas una muestra de la colaboración brindada por los más altos dignatarios de la Iglesia a los uniformados que asaltaron el poder. Tampoco es un secreto el aporte en el ocultamiento de sus crímenes. A todas luces (o sombras, en este caso), una complicidad dogmática. Porque en ella resaltaba la enorme influencia ejercida entre sacerdotes y militares por la organización ultraderechista La Cité Catholique, fundada por Jean Ousset. Su cosmovisión bailoteaba sobre tres pilares: la doctrina francesa de la guerra contrarrevolucionaria, el método de la tortura y su fundamento tomista, cifrado en “el principio del mal menor por el bien común”.
Nadie lo explica mejor que el cura francés Louis Delarue, un capellán del ejército colonial, quien acuñó una frase difundida después en los cuarteles argentinos: “Si la ley permite, en interés de todos, suprimir a un asesino, ¿por qué se pretende calificar de monstruoso el hecho de someter a un delincuente, reconocido como tal y por ello pasible a ser condenado a muerte, al rigor de un interrogatorio penoso, pero cuyo fin es, en virtud de las revelaciones que hará sobre secuaces y jefes, proteger a inocentes?”.
Con tal argumentación los capellanes locales reconfortaban las almas de los represores, a veces muy alicaídas por sus actos bestiales ejercidos en seres indefensos. ¿A esa “asistencia espiritual” se reducía la tarea de los sacerdotes en las unidades de inteligencia o acaso tuvieron una participación más activa en la maquinaria del terrorismo de Estado?
De hecho, el famoso sacerdote Christian von Wernich –condenado en 2007 a reclusión perpetua por 34 casos de privación de la libertad, 31 casos de tortura y siete homicidios en los infiernos de la Bonaerense– es en tal sentido una muestra viviente. ¿Pero fue un ejemplo aislado? ¿El tipo se extralimitó en su trabajo pastoral o su trayectoria era parte de una conducta estructural?
Las estadísticas, por cierto, se inclinan hacia la segunda alternativa.
Por un lado, hubo alrededor de 38 jerarcas eclesiásticos sindicados como operadores públicos de la dictadura. Entre ellos, los nuncios apostólicos Pio Laghi y Ubaldo Calabressi, el arzobispo de Buenos Aires, Antonio Caggiano y su sucesor, Juan Carlos Aramburu, el de La Plata, Antonio Plaza, el cabecilla de la Conferencia Episcopal Argentina, Adolfo Tórtolo, y el vicario castrense, Victorio Bonamín.
Por otro lado, de los 102 sacerdotes que entre 1975 y 1983 cumplieron funciones en unidades militares como capellanes, sobre casi una treintena hay denuncias concretas por crímenes de lesa humanidad, dada su participación en tareas de inteligencia. Dicho de un modo más explícito, esos “siervos de Dios” picaneaban con la cruz.
El cura Franco Reverberi Boschi, quien está acusado de diez secuestros, innumerables torturas y un asesinato, es una de aquellas ratas de sacristía. Que el Señor se apiade de su alma. «
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Ricardo, como no podía ser de otra manera, excelente informe...