El cantante y bajista no fue solo el líder de una de las bandas más originales y frenéticas de la historia del heavy metal. Su obra y su actitud siguen marcando el pulso del verdadero rock & roll.

Nacido Ian Fraser Kilmister en 1945, Lemmy llegó al rock por caminos laterales. Tocó en bandas menores, fue roadie de Jimi Hendrix y absorbió, como una esponja eléctrica, la psicodelia, el rhythm and blues y el rock británico de los sesenta. Su paso por Hawkwind lo ubicó en una zona liminal entre el underground y la contracultura, pero su expulsión del grupo en 1975 fue menos un final que una detonación: ese mismo año fundó Motörhead y empezó a escribir una de las discografías más influyentes del rock duro.
El debut Motörhead (1977) ya dejaba en claro la dirección: canciones cortas, volumen alto y un bajo tocado como arma rítmica. Con Overkill (1979) y Bomber (1980), la banda aceleró todavía más, fijando un sonido áspero y urgente que incomodaba tanto a los puristas del metal como a los defensores del rock clásico. El punto de inflexión llegó con Ace of Spades (1980), el disco que convirtió a Motörhead en una referencia global y a Lemmy en una figura central del rock. La canción homónima, con su letra sobre el riesgo y el juego, condensó una filosofía vital sin moraleja ni épica redentora.
Durante los años siguientes, álbumes como Iron Fist (1982) y Another Perfect Day (1983) mostraron distintas caras del proyecto, mientras que Orgasmatron (1986) y 1916 (1991) ampliaron el registro lírico y sonoro sin perder ferocidad. En 1916, Lemmy sorprendió con una canción antibélica narrada casi como un relato histórico, confirmando que detrás de la crudeza había una mirada lúcida sobre el mundo. Incluso en etapas más irregulares, Motörhead sostuvo una identidad reconocible hasta el final, con discos tardíos como Inferno (2004) o Bad Magic (2015), grabado pocos meses antes de su muerte.
Motörhead nunca fue heavy metal en sentido estricto, ni punk, ni hard rock clásico. Fue una banda de frontera. El punk encontró en Lemmy una brutalidad afín; el metal extremo heredó su velocidad y su desprecio por la prolijidad; el rock’n’roll reconoció en él a un continuador feroz del linaje de Chuck Berry y Little Richard. Metallica, Slayer, Ramones y Guns N’ Roses lo citaron como referencia directa. Lemmy, sin proponérselo, funcionó como un puente entre escenas que solían mirarse con desconfianza.
Su legado no se explica solo por los discos. Lemmy encarnó una figura cada vez más rara en el rock contemporáneo: la del artista que no negocia su identidad. Vivió como cantaba, sin ocultar excesos ni fabricar un personaje alternativo. Murió el 28 de diciembre de 2015, a los 70 años, pocos días después de recibir un diagnóstico de cáncer, todavía activo y en movimiento. Diez años después, Motörhead sigue sonando como una advertencia y como una promesa. Lemmy no fue un héroe ni un mártir. Fue alguien que entendió que el rock no es una cuestión de estilo sino de actitud. Y en ese sentido, sigue estando peligrosamente vivo.
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