
En esta edición, una nota apunta a mostrar cómo lo vive la ciudad de donde eran los acusados. En la crónica de Nicolás García Recoaro lo que se trasluce son testimonios sensatos de zarateños. Que «no queremos ser estigmatizados», que «si en el futuro salen de la cárcel, salgan mejores»; que «es una tragedia que nos invita a hacer un mea culpa de cómo se naturalizó la violencia»; que «no son monstruos, son humanos».
Nos encantaría pensar que son monstruos, salidos de la nada. Tenían todos los condimentos: clasismo, elitismo, rugbiers, en Gesell, en verano. Pero resulta que no son de clase alta, más bien de clase media. Y ni siquiera todos son rugbiers. Quizás sucede que la violencia naturalizada en las distintas capas sociales muestra cada vez más caras, como un volcán en explosión, en medio de un descreimiento en ascenso de la sociedad (y sobre todo los jóvenes) hacia el sector político y judicial. Y en el medio, avanzan las fuerzas reaccionarias que les prometen un mundo ideal donde todo depende de ellos, de nadie más. Que el otro no importa. Y si hay que pisotearlo para «progresar», se pisotea.
El tema es cómo se responde ante los contextos actuales. Hay hipocresías y algo paradojal: muchas de las mismas personas que saltan horrorizadas ante este caso descreen o minimizan el intento de asesinato a la vicepresidenta. Muchas que piden investigar a la jueza del caso Lucio se oponen a cualquier transformación del sector judicial. Denunciamos el racismo de «los rugbiers» pero ahondamos la supuesta grieta entre la clase media que come sushi y los sectores populares choriplaneros. Y hay, por qué no, sectores que avalan la violencia, y hasta les resulta funcional.
Lo vimos días atrás con las achuras: se necesita poco (apenas un par de mensajes de audios) para viralizar y paranoiquear a miles de personas. Transitamos épocas en las que nos piden no frenar, no analizar, no hay tiempo. No se pueden pensar contextos ni circunstancias. Elegimos creer, y que la realidad nos convalide nuestros preconceptos. Hay que tomar posición y gritar hasta que el partido termine, no importa cómo ni con cuántos jugadores en la cancha, pero que ganen los nuestros. No importa si el escenario que permitió que ocho o más pibes maten a otro pibe a la salida de un boliche no cambió. Que fue en Gesell como pudo ser Zárate o CABA. Que habrá condenas mañana (y se las merecen quienes cometieron el asesinato) pero que no cambió el por qué. No. No hay tiempo.
Quizá Lucio y Fernando hayan sido víctimas de algo más que sus asesinxs. Quizás hayan sido los cuerpos golpeados hasta morir de un sistema que pide a gritos ser modificado estructuralmente, con poderes del Estado que no llegan, no contienen ni previenen, o juzgan de acuerdo a lo que les dicta cada momento. Pero en la Argentina nadie escucha esos gritos de ayuda. Estamos todos gritándonos entre nosotros.
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