Magia

Por: Mónica López Ocón

La escritura como la magia son formas de soñar y del mismo modo que la revolución según Rivera, la justicia también es un sueño eterno.

Me declaro atea practicante, estoy  en contra de cualquier tipo de esoterismo, no creo en lo que dicen los astros ni las cartas del Tarot ni en el destino que, según algunos, llevamos escrito en las líneas de la mano con caracteres cifrados. Abomino de la lectura de la borra del café, de la lectura del té y de cualquier otro tipo de lectura que no se base en el abecedario, con excepción, claro está, de los libros de autoayuda y su mandato de ser feliz aunque el mundo se venga abajo.

Sólo creo en la magia que hacen los magos, esos señores que suelen sacar conejos de la galera, muestran cómo hacen desaparecer algo frente a nuestros ojos sin que nos demos cuenta y descubren flores escondidas detrás de nuestras orejas. Me gusta, en fin, la magia de los magos de circo porque lo más mágico de estos magos es que todos sabemos que tienen un truco y, sin embargo, eso no nos impide deslumbrarnos.

Ésa es la esencia misma del arte: emocionar con palabras que narran hechos ficticios, ponernos melancólicos con el idioma de la música y su alfabeto no lingüístico.   

Me gustan los magos que hacen magia artesanal y de la más sofisticada, los que tienen reuniones secretas como una logia medieval para enriquecer su oficio sin que se filtren sus trucos a los legos, que viajan a grandes ferias internacionales para ver las últimas novedades de sus instrumentos: desde las últimas máquinas de volar hasta el mejor aparato para hacer desaparecer un transatlántico.

Hay quienes no saben el verdadero poder de la magia, pero yo lo viví en carne propia.

Hace mucho, cuando mi hija tenía apenas dos años, la saqué en el cochecito para hacer unas compras. Vivíamos entonces sobre la Avenida Acoyte. Me disponía a cruzar la a calle con ella luego de verificar que el semáforo me indicaba que podía hacerlo, cuando vi, de pronto, que una mole se nos venía inexorablemente encima. Un colectivo doblaba por la misma calle por la que cruzábamos, en vez de hacerlo por la de enfrente como le hubiera correspondido.   La diferencia entre un mal recuerdo que pudo convertirse en anécdota y una tragedia fueron mis buenos reflejos: tiré el cochecito hacía atrás con tal fuerza que no hubo más que unos caños doblados y un raspón superficial. De inmediato, el colectivero prosiguió con sus desmanes enganchando un taxi estacionado y dejándolo en la vereda de enfrente.

La potencia del llanto de mi hija me dio la pauta de que no le había pasado nada grave. Cuando increpé al colectivero, cerró la puerta y me hizo un gesto despreciativo indicando que me fuera. A esta altura, el encargado del edificio en que vivía, el gasista que trabajaba allí y muchas otras personas hacían cola para pegarle aunque, prudentemente, el conductor nunca abrió la puerta.

La segunda escena que recuerdo es que estaba dentro de un taxi con mi hija y un vecino que nos llevó al hospital más cercano casi de prepo. Mi hija estaba bien. Como vivía cerca, no la dejaron en observación, sino que me hicieron volver al día siguiente.

Cuando regresó mi marido del trabajo fuimos a hacer la denuncia a la comisaría. Nos preguntaron si nuestra hija estaba bien y contestamos que sí. Entonces no nos tomaron la denuncia y nos sugirieron que fuéramos a la terminal de la empresa para que nos pagaran los daños del cochecito. No era precisamente eso lo que queríamos. Nos volvimos  llenos de bronca e impotencia. Al día siguiente consultamos a un abogado que nos dijo que la denuncia se podía hacer ante una fiscalía y nos recomendó a otro abogado que se ocupó del caso y comenzó el peregrinaje por tribunales. Un día mi marido me dijo que estaba seguro de que nuestro abogado era mago. Lo habían delatado los globos de colores que en dos oportunidades se le habían caído del bolsillo al meter la mano. Dijo que eran travesuras de sus hijos.

Pronto comprobamos que en el estudio tenía dos bibliotecas enfrentadas y que hacía sentar a los clientes de un lado o del otro de la mesa según lo quisieran contratar como mago o como abogado. Se llama Jorge Ribak.

Pero no sólo era mago. Además es hijo del enorme escritor que fue Andrés Rivera, cuyo verdadero nombre era Marcos Ribak.

Costaba imaginar que aquel hombre de cara adusta, palabra seca y cortante y fama de chinchudo tuviera un hijo dedicado a la magia. Aunque también él era mago a su modo, ya que construía mundos con palabras.

Obviamente, ganamos el juicio, y como rara vez sucede, tuve la oportunidad de ponerle los puntos sobre las íes al colectivero que en esa circunstancia ya no era el macho maltratador de mujeres ni tenía la prepotencia del que se cree impune. La declaración del taxista no dejó lugar a dudas. El colectivero (o la empresa) no sólo tuvo que pagar costos, sino que el conductor fue inhabilitado para seguir al volante, sembrando destrucción. No saben qué sensación reconfortante es que se haga justicia. Creo que así debe de sentirse un mago cuando vuela o cuando saca un conejo de la galera.

Rivera decía que ningún libro, por bueno que fuera, era capaz de mejorar el mundo. Y creo que tenía razón. Tampoco un truco de magia es capaz de mejorar el mundo. Pero tanto la escritura como la magia son formas de soñar y del mismo modo que la revolución según Rivera, la justicia también es un sueño eterno.

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