Makintach: la justicia arde en la hoguera de las vanidades

Por: Ricardo Ragendorfer

"La justicia no se mancha", dijo la jueza Di Tomaso. Ese mismo jueves, el Consejo de la Magistratura tumbó el proceso disciplinario a los jueces que viajaron a Lago Escondido.

Fue durante la mañana del 27 de mayo pasado cuando un tumulto de movileros y protagonistas del juicio por la muerte de Diego Maradona se agolpaba sobre la vereda adyacente a los Tribunales de San Isidro, pugnando por ingresar.

En tanto, con pasos apurados, la jueza Julieta Makintach –quien todavía integraba el Tribunal Oral en lo Criminal N°3– lo hacía por una pequeña puerta lateral del edificio. Una cámara de C5N logró captar de lejos esa imagen.

Al mediodía, la doctora –quien, por motivos que son de dominio público ya no integraba el TOC N°3– atravesó un pasillo para salir por esa puerta, pero volvió sobre sus pasos al advertir que, afuera, un gentío la aguardaba.

Otra cámara, esta vez de Crónica TV, logró captar de lejos esa imagen.

Dos días más tarde fue resuelta la nulidad absoluta de dicho proceso, un epílogo que la jueza Verónica Di Tomaso, quien también integraba ese tribunal, remató con las siguientes palabras: “La Justicia no se mancha”.

Tal frase fue reproducida por buena parte de la prensa internacional.

Claro que también transcurrían otros hechos en el ámbito judicial. Ese mismo jueves, el Consejo de la Magistratura tumbó la continuidad del proceso disciplinario a los jueces federales que viajaron a Lago Escondido, en Bariloche, invitados por el magnate británico Joe Lewis. Previamente, el juez federal Sebastián Ramos había resuelto la nulidad de la causa penal en cuestión, por los delitos de dádivas y cohecho agravado, al no hallar –según su perecer– pruebas firmes al respecto.

Pero, debido a la magnitud del affaire Makintach, esa noticia únicamente mereció breves reseñas en los medios. Aun así, ¿acaso no hay otro motivo que explique la disparidad entre las repercusiones públicas de ambos asuntos?

Pues bien, en el caso de lo sucedido en el TOC N°3, no es la primera vez que un expediente se contamina por causas espurias. Cuando eso ocurre, sus móviles suelen oscilar entre razones de poder o de dinero, como en el caso de Lago Escondido. Pero nunca antes hubo, en la historia jurídica del mundo, una manipulación que estuviera al servicio de la dramaturgia ficcional (o sea, el rodaje de una serie).

Ya que hablamos de cine, y salvando la enorme distancia existente entre la corrupción tribunalicia y los delitos de lesa humanidad, esta trama trae al recuerdo una escena de la película La noche de los generales, realizada por Anatole Litvak en 1967, sobre un maniático que asesina mujeres en Polonia y Francia durante la ocupación alemana.

Allí se produce el siguiente diálogo:

–Aquí tiene el nombre de tres generales. Uno de ellos es el asesino– le dice un oficial de la Kriminalpolizei a su colaborador de la policía parisina.

Éste, sin mostrar sorpresa, se permite una sutileza retórica:

– ¿Sólo uno? ¿Acaso matar no es la actividad habitual de los generales?

Y el alemán responde:

–Lo que en grande es una hazaña, en pequeño puede resultar monstruoso. Y así como se conceden medallas a aquellos que matan en masa, la Justicia debe castigar a los que matan al por menor.

Pues bien, volviendo al tema que nos ocupa, su analogía con esta película está dada por la diferencia que existe entre el carácter sistemático y corporativo de la corrupción del Poder Judicial en Argentina (algo culturalmente aceptado) y la singularidad de la trapisonda cometida por Makintach (algo imperdonable).

De hecho, en coincidencia temporal con estas dos tramas, pasó totalmente desapercibido un informe audiovisual del diputado peronista Rodolfo Tailhade sobre algo que nadie cuestiona: la utilización, por parte de los jueces federales, de lujosos vehículos decomisados a narcotraficantes presos. Tales asignaciones son dispuestas y administradas alegremente por la Corte Suprema, mientras el Estado también solventa los gastos de patente, seguro, nafta y hasta las multas.

El legislador menciona que, entre los beneficiarios, se destacan los jueces Carlos Mahiques, Mariano Borinski, y Diego Barrotaveña, los tres de la Cámara Federal de Casación; Carlos Llorenz de la Cámara Federal de Apelaciones; Andrés Bosso, quien preside un Tribunal Oral Federal N°3, y Pablo Bertuzzi, quien preside la Cámara Federal porteña.

Al respecto, consultado por Tiempo, un empleado de la Corte adujo:

–Si los vehículos secuestrados quedan en un playón, se oxidan. ¿Quién los iría a cuidar mejor que un juez?

Lo cierto es que, ante la naturalización de situaciones como la descripta, desde la prensa se considera lo sucedido en San Isidro como “el escándalo más grave de la historia judicial argentina”. Sí, escándalo. Y esa es la palabra clave. Porque los delitos cometidos por los miembros de la magistratura no se miden por su gravedad penal sino por su ruido en la opinión pública.

Enfoquemos, por caso, a un prócer en la materia: el doctor Amilcar Vara.

Desde el Juzgado en lo Criminal y Correccional Nº7 de La Plata, este tipo hizo historia con fallos casi kafkianos. Durante la década del noventa fue célebre por proteger a los jerarcas más feroces de La Bonaerense. “Si no hay cuerpo no hay delito”, supo pregonar. Esa filosofía le bastó para encubrir dos resonantes crímenes, el del albañil Andrés Núñez y el del estudiante de periodismo Miguel Bru. Pero pasado de copas durante una cena con policías, se le ocurrió ofrecer una suma de dinero para quien se cargara a su archienemiga, la abogada Elba Témpera. Aquello se filtró y su caída en desgracia fue irreversible.

Corrían entonces días bravos.

El comisario Mario Rodríguez– al que los suyos llamaban cariñosamente “El Chorizo”– era por entonces el jefe de la peligrosísima Regional Lanús. Y la doctora Raquel Morris Dloogatz estaba a cargo del Juzgado Federal de Morón.

Su aspecto era el de una señora obesa y entrada en años. No obstante, se trataba de la cómplice favorita del poderoso comisario en un hobby que ambos practicaban con fruición: el armado de causas inexistentes.

A tal efecto, ella le había entregado un talonario completo con órdenes de allanamiento en blanco, pero con su rúbrica, para castigar delitos nacidos de la frondosa imaginación de ambos. Así funcionaba esa dupla.

Sin embargo, un suboficial despechado por una traición de Rodríguez no tardó en prender el ventilados, precipitando su eyección de la fuerza, en medio de –precisamente– un escándalo. Eso no le salió gratis a esa mujer.

De modo que la pobre Morris Dloogatz tuvo el dudoso mérito de ser la primera destituida por el Consejo de la Magistratura.

¿Y el juez Francisco Trovato? El tipo no tuvo mejor idea que posar para un reportero gráfico en un vestidor de 19 mil dólares, que le había obsequiado la firma Almagro Construcciones a cambio de beneficiarla en un litigio judicial. Además de ser destituido, el juez fue condenado a seis años y medio de prisión.

¿Y los jueces federales Norberto Oyarbide y José Luis Galeano? Ambos habían tensado, más de lo aconsejable, las cuerdas de la impunidad.

La lista extensa. Y no parece tener fin.

Al respecto, una pregunta; ¿acaso la Justicia realmente no se mancha? «

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