La doctora en Ciencias Sociales e investigadora de la UBA reflexiona sobre el control social que asume el Estado para luchar contra el coronavirus. "Lo que está en juego es la capacidad de contagiar, no la libertad de hacer", plantea.

A fines de febrero, el reconocido filósofo italiano Giorgio Agamben publicó un artículo planteando que el coronavirus se trataba de una invención que buscaba dar poderes excepcionales al Estado para ampliar su control sobre la sociedad. La rapidez con que la enfermedad se expandió en toda Europa y el número de muertos que hasta hoy acumula probaron que el tema demandaba medidas atípicas. La eficacia con la que algunos Estados que aplican mayor regimentación social lograron morigerar los efectos sumaron elementos a un debate que recién empieza: ¿a cuántas y cuáles libertades estamos dispuestos a renunciar en pos del bien colectivo?
«Hoy estamos en un Estado de excepción con el cierre de aeropuertos, fronteras y bloqueo de fronteras. ¿Pero ‘está mal’ que los Estados salvaguarden nuestro derecho a la vida en este contexto? ¿Toda biopolítica está mal per se? Si no estuviésemos bajo el paraguas de los Estados que aplican mecanismos de control de lo viviente y que instauran estados de excepción estaríamos expuestos no a nuestro derecho a vivir sino a nuestro derecho a morir. ¿Queremos eso? Porque siempre hablamos de derechos, pero ¿derecho a qué?», provoca Martinez.
–¿Los Estados se aprovechan de la crisis sanitaria?
–Cuando Agamben sugiere la noción del Estado de excepción en su tesis original da a entender que tiene que ver con la articulación entre los Estados y el capital. Pero estos bloqueos, cierres de fronteras, inmovilizaciones, no benefician al capital. No puede haber nada más contrario al consumo que los bloqueos poblacionales. Porque la gente no va a los shopping, a los cines, etc. Entonces, lo que me preguntaba es si estamos acusando a los Estados porque nos impiden seguir consumiendo.
–El planteo es que se impide hacer lo que uno tiene ganas libremente.
–Pero cuando hacer lo que se te canta supone el contacto o traslado del virus, lo que está en juego es tu capacidad de contagiar o infectar. Esto pone en la primera línea de discusión la cuestión de los derechos individuales. Hace décadas que estamos en una demanda permanente o focalización permanente en el tema derechos. Y no digo que está mal, pero los derechos individuales se chocan con la salud del cuerpo social. Y ahí la biopolítica o la modernidad no duda. Eso genera reacciones que tienen distintas expresiones. Por un lado, están las hipótesis paranoicas, como decir que es una invención del Estado. Por el otro, está la desobediencia, como fugarse del hospital. Nuestro Estado para eso planteó una penalización concreta para el que no respete. Porque está claro que el individuo parece decir que a mi nadie me va a decir lo que tengo que hacer. Pero el Estado le dice que no, en este momento tu cuerpo no es tuyo.
–Lo que pone en juego, en última instancia, es su legitimidad.
–Han pasado pocos días desde que se impuso esta penalización y son pocos los casos en los que se ha aplicado aún. Pero en términos estadísticos no parece estar habiendo una rebelión. Parte de la eficacia de la ley moderna consiste en que un porcentaje muy pequeño de la población moderna desacata.
–La eficacia en China o Corea del Sur también desafía el abordaje de Occidente.
–Hace tiempo en China el movimiento de las personas se venía controlando y ahora resultó en un gran laboratorio para administrar los comportamientos. Su sistema es el crédito social: cada ciudadano tiene un puntaje que sube o baja según lo que se entiende por sentido cívico. Y ese puntaje luego permite acceder a camas en hospitales o pasajes de tren, por ejemplo. Para implementarlo se instalaron cámaras con sistema de reconocimiento facial para detectar en el espacio público a los infractores. Eso suponía algo de lo que en el Occidente democrático se llama autoritarismo. Pero precisamente las pandemias lo que permiten es gerenciar rápidamente a las poblaciones. Entonces, tanto en China como Corea se conjugan dos cosas: la priorización del bien común por sobre los derechos individuales; y un control tecnológico de la población. Las poblaciones en esos países fueron más dóciles porque tienen un adiestramiento de años en este tipo de manejos. En las democracias occidentales esto es inédito y genera un impacto distinto. Pero claro que puede que haya una disposición al pánico colectivo y a asumir un cuadro general porque hace más de una década que la población entendió que el uso de sus artefactos digitales suponía dejar huellas de casi todos sus actos, consumos, intereses al usar un celular.
–Pero, ¿la prolongación de esto puede cambiar esos criterios de tolerancia?
–Si esto dura 15 días no pasa nada. Pero si se extiende un estado de inmovilización por más de un mes sí podría haber algún tipo de rebelión. Yo no puedo decir si esta es la pandemia más grande que he vivido. Pero sí es el momento en que se han tomado mayores medidas de control social. Ahí hay una excepcionalidad, pero hay que ver cuánto dura. Porque como el capital necesita seguir trabajando, sabemos que no es extensible ad infinitum. Ahí hay un callejón sin salida. Si toma más tiempo que lo que el sistema capitalista puede soportar no se qué pasaría… «
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