Aunque sea una multinacional que facturará 1000 millones de euros al final de la temporada, el rosarino no pudo con la corporación del fútbol. Ni siquiera él puede ir a donde quiere cuando quiere.
El mejor jugador del mundo terminó quedándose, al menos por los próximos meses, en un lugar donde ya no es feliz. Aunque nada impida que pueda serlo en el futuro, tanto como lo fue en el pasado, no es Barcelona la ciudad que lo completa. Messi estaba tan seguro de esto que durante diez días sólo quedó por pensar cuál sería su nuevo destino. O cómo encajaría en su eventual nuevo equipo. El Manchester City, esa pequeña Barcelona que tiene a Pep Guardiola en la conducción, aparecía como la ruta más probable. Pero Messi y su estudio de abogados debían resolver un asunto. Que el espíritu del contrato -quedar libre al final de la temporada- se impusiera sobre la literalidad -avisar de esto antes del 10 de junio-, lo que “el virus ese de mierda” vino a alterar.
Queda como debate abstracto entender cómo es que Messi, su padre, su hermano Rodrigo, Pecourt, Cuatrecasas, todos los que sean, creyeron que Josep Bartomeu, el presidente al que en la entrevista con Rubén Uría trató de mentiroso, negociaría una salida después del burofax. Porque sin negociación sólo quedaba ir a fondo, que el asunto lo resolviera un juez. Pero, ¿qué club podía estar dispuesto a fichar a un jugador con una demanda abierta de 700 millones de euros? Era imposible hasta para los dineros de Abu Dhabi, acaso no por falta de plata sino por los límites que establece la UEFA, el fair play financiero. Messi tuvo que evitar los tribunales no sólo para evitar una riña con el club de su vida, también porque eso le impedía conseguir nuevo equipo. Bartomeu lo retuvo más por lo político que por lo económico. Era ahora el momento para monetizar una salida, pero sería para siempre el presidente que había dejado ir al ídolo. Messi, de todas maneras, se encargó de dañarlo en la entrevista con Uría, lo mostró como el villano. El debate sobre la cláusula no quedó resuelto. Pero antes que todo, Messi (padre) se encargó de decirle a la patronal, en una carta a La Liga, que eran ellos quienes tenían razón.
Aunque Messi sea una multinacional, una marca global que a pesar de todo, según la revista Forbes, facturará 1000 millones de euros al final de la temporada, no pudo con la corporación del fútbol, la que impone cláusulas imposibles para moverse de un club a otro. Ni siquiera él puede ir a donde quiere cuando quiere. El fútbol es una industria que puede hacerte millonario, que te da la felicidad de jugar a la pelota a la vez que te da otras cosas con un chasquido, como le enseñaba la Brujita Verón a Javier Saviola en una publicidad de Pepsi, pero que también puede tenerte preso, mostrarte que no sos el dueño de tus movimientos.
Lo de Messi no es nuevo. Le pasó a Diego Maradona en 1989. Tenía todo avanzado con el Olympique de Marsella. Según Diego, Conrado Ferlaino, presidente del Nápoli, le había prometido que si ganaba la Copa de la UEFA podría irse. Pero cuando llegó el momento no lo dejó. Maradona viajó a Brasil para jugar la Copa América con la Argentina. Cuando terminó, se negó a volver a Italia. “Me siento preso”, dijo. La rebeldía duró poco. Diego, aunque en la idealización se lo construya diferente, también tuvo que acatar.
Dejar Barcelona para Messi implicaba mucho más que dejar un club, era romper con la ciudad que lo abraza hace veinte años. Y Messi, a sus 33 años, se caracteriza por la permanencia. Su política de vida, la futbolística y la familiar, es el statu quo. Parecía que esta vez sería diferente, pero no. Como cuando anunció su renuncia fallida a la selección. Como las dos veces que amagó con dejar el Barcelona. Esta vez, la tercera, no fue la definitiva. A Messi le cuesta demasiado decir adiós y poder decir adiós, dice la canción, es crecer.
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