Columna de opinión.

Alguna vez, hace mucho tiempo, se exaltaba el valor de la palabra. Incluso, entre tanto ejemplo posible, no hace tanto, un comunicador de moda, fiel propalador de los valores macristas (quién lo diría…) rescataba la importancia de «dar la palabra».
Dejémonos de joder. Estamos en pleno siglo XXI. Tan lejos y tan cerca del cambalache. Tiempos en que todo el establishment, buena parte del gobierno argentino, casta sin líderes pero con tanto asesor, gente que trata al elector como a un cliente, en definitiva tantísimos tipos de aquí y de allá, espera con fruición y hasta con desesperación que Donald Trump incumpla sus promesas de campaña, todo ese palabrerío que, con motivo justificado, le paró los pelos de punta a más de media humanidad. Seguro que estará bueno que, finalmente, cuando asuma como presidente del faro del mundo, el hombre amengüe su brutal perfil xenófogo o su desprecio de clase, y que no empuje al abismo a tanta gente (migrantes o quienes fueran), una entre tanta cosa espantosa que prometió que haría, si lo elegían. Como efectivamente lo hicieron casi 60 millones de estadounidenses, probablemente, porque están de acuerdo con todo eso que les propuso, les prometió y ahora ellos, con lógica abrumadora, exigirán que cumpla.
Que quede claro, por si hay algún distraído: esta reflexión no importa una defensa de un tipo execrable que prometió muros, derogación de planes sociales, cárcel a adversarios electorales, la cancelación de fondos de lucha contra el cambio climático, u otras medidas económicas ciertamente polémicas pero que, ellos sabrán, tal vez sean propicias para el bienestar de buena parte de los estadounidenses. Seguramente tampoco lo es cuando la BBC (como pudo haber sido otra emisora) derrochó alegría hace pocas horas, al anunciar las cinco primeras medidas que no va a cumplir Trump.
No. No se pretende en este espacio, apologizar que a toda costa cumpla con cada una de las barbaridades que dijo ante un mundo que asistió perplejo. Que al fin y al cabo, que fuera un mentiroso, sería una nimiedad, insignificante, en derredor de las aberraciones que representa.
Sí. Se trata de alertar que, aquí y allá, otra vez se pretende naturalizar la mentira. Las mentiras en campañas, en este caso. A un año de las últimas mentiras de campaña en Argentina como rutas conductoras al triunfo electoral que se conmemora este martes 22. Aunque, en esta ocasión, nadie haya recurrido a la justificación de que si decía la verdad de lo que iba a hacer, no me votaba nadie.
¿Se volverá alguna vez a no estar tan pendiente de hasta dónde llega el engaño? Parece una ingenuidad proponerlo.
Tanto como no hace falta advertirles a los que naturalizan la falsedad en las campañas electorales, que así construyen la contracara del compromiso, de la creencia y de la pasión por la militancia. Que no hace falta enrostrar referencias de Aristóteles o de Kant, ni enroscarse en disquisiciones filosóficas. Y que suena cada vez más lejana aquella máxima del General, sobre que cuando los pueblos se cansen, harán tronar el escarmiento.
Pero que, aunque mantengamos enhiesta la pulsión de decirles que se metan sus mentiras en el mismísimo fondo de la historia, optamos candorosamente por sugerirles que traten de comprender ( hasta debatir si cuadra) aquello que el Nano nos ofreció como una brillante idea provocadora, allá por 1983: Nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio».
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