Odio

Por: Ricardo Gotta

No son maleducados. Son cobardes, idiotas útiles, enfermos de violencia. Da vergüenza ajena.

Colapinto es argentino. Lo es la enorme mayoría de sus seguidores en redes: sólo en IG tenía 4,6 millones. La locura, el existimo, la obsesión por destacarse más allá de las consecuencias, por el camino que sea, la violencia. Nada de eso tiene bandera exclusiva, pero incluye en el podio a la blanquiceleste con el sol. Cuántos de ellos entonan con fruición el «oíd el ruido de rotas cadenas, ved en trono a la noble igualdad» y a la vez los fascina el gobierno más entreguista y cipayo, mientras desprecian con asco a sus pares, tan argentinos como ellos, sumergidos en la pobreza más inhumana. Nuestra hipocresía flagrante de cada día.

Las redes son una cloaca, se dice para justificar el oprobio, incluso cuando se las devora. Otra vez, esta semana, los fans de Colapinto eligieron arrojar la peor mierda cibernética a los rivales del pibe. Agravios, ofensas, ultrajes. Odio. Dan vergüenza ajena. Incluso provocó estupor, fingido o no tanto en la F-1: una multinacional con glamour, pero estrictamente sectaria, opulenta, materialista, digno espejo del establishment dominante. Colapinto, sin salirse de su rol de pibe canchero, desprejuiciado, casi meloso, otra vez pisó el pasto: apenas les pidió a los «que hacen mucho quilombo» que «se tranquilicen y bajen un cambio». ¿Uno sólo? Un papelón tras otro. ¿Si ese ídolo veloz en las redes se hubiera parado en los frenos, habría perdido muchos seguidores? Dale y dale que la rueda gira.

No son maleducados. Son cobardes, idiotas útiles, enfermos de violencia. Pero esa iracundia boba no es excepcional considerando el despótico país del gobierno del odio, la destrucción, la aniquilación, la posverdad, el individualismo, la crueldad ante la pobreza. Ese poder que, patético símbolo, usa una motosierra conducida por desaforados que no admiten pensamientos críticos ni el menor debate ideológico, ni la mínima discrepancia. Todo parecido a un régimen autoritario no es pura casualidad. Que los sigan votando masivamente alimenta la calificación que les da el amigo Adrián Stoppelman: «La civilización más estúpida de la historia».

Todo vale. Como bañar de insultos y groserías al que mañana le dispensará elogios desmesurados e inverosímiles. Dijo: los que pagaron impuestos «no tuvieron talento o no tuvieron agallas»: una frase que simboliza la infamia de quien en campaña hizo elogio de las mafias y ahora abre la ventana impúdicamente a narcotraficantes y delincuentes variopintos. Basta que aporten algunos dólares, no importa lo sucios que estén. La otra cara de la marioneta que convierte a la Argentina no sólo en tierra fértil para el extractivismo brutal sino en tierra arrasaba para aporreada industria nacional.

Los que reiteran: «Aplicamos el protocolo». Eufemismo para lastimar, rociar con veneno, acercar a la muerte a los ya hambreados jubilados. Alguna vez lo denominó «viejos meados»: ante la infamia, ni olvido ni perdón. Se sirven de los «agentes del orden», cualquiera sea la ralea de su uniforme: a los bárbaros, el sadismo los iguala. Despreciable actitud la que ejercen, que no se basa en el valor central que les debería caber: inquietud de servicio a la justicia. Qué pensamiento denigrante les empuja en cada conciencia, si las tienen, cada vez que enfrentan a los frágiles viejos. La exacerbación de la bestialidad, que les aflora aun cuando lastiman a un robusto veinteañero.

La lista de impunidad, mentiras y despojos es abrumadora. Ante esta realidad acuciante, ¿qué más hace falta?

Cuánto más transitará la oposición en preámbulos. Cuánto más se debatirá enceguecida, en divisiones o en mirarse el ombligo.

Cuánto más demorará la reacción de la sociedad argentina. O será, en cambio, que está ciertamente rota, un quiebre por el que sólo nos queda penar, y aguardar que el futuro no sea demasiado tarde para lágrimas. «

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