La última novela de Pablo Maurette, “El contrabando ejemplar”, ganadora del Premio Herralde, indaga en el reiterado fracaso de la Argentina y en otros tópicos, desde la dificultad de la escritura hasta el plagio. La semana entrante el autor viajará a la Argentina para presentarla.

En rigor, es mucho más que una novela sobre peronismo y antiperonismo, civilización y barbarie, éxitos y fracasos: es, también, una escritura sobre la imposible escritura de “la gran novela Argentina”.
En el lobby de un hotel de la Gran Vía, y a pocos días de viajar a Buenos Aires para presentarla, Pablo Maurette habla con precisión sobre la gesta de El contrabando ejemplar, ese oxímoron que atrae desde que es nombrado:
“Por un lado –dice- estaba la historia del escritor que se roba el manuscrito; por otro lado estaba la historia de ese manuscrito que se encuentra, un ejemplar, entonces ese mundo de Buenos Aires del siglo XVI; y por otro lado estaba el tema de lo monstruoso y del siglo XVII en Europa, que me interesaba. Entonces eran esos tres mundos: yo quería que estuviesen en el libro los tres. No estaba muy seguro de cómo iban a interactuar uno con el otro; eso fui entendiéndolo a medida que empecé a escribir. Y sabía sin duda que no iba a ser una novela histórica ni de ficción: “estamos en el siglo XVII, chau”. Eso no me interesaba.
Y, a la vez, quería ir al siglo XVII, no quería privarme de llegar hasta ahí. El gran desafío fue cómo mezclar todos esos mundos. Fue pasando en la escritura y, en un momento, tuve como la revelación casi visual de cómo era la estructura: como cuando estás escuchando un audio en la computadora y ves cómo el volumen sube y baja. Se me figuró como una línea de sonido que empezaba baja, después iba subiendo, después bajaba de nuevo. Entonces ahí decidí que iba a empezar y terminar con el narrador, Pablo. Es como una estructura asimétrica, hasta llegar a la cima del siglo XVII».
-En la novela está muy presente la dificultad o imposibilidad de la escritura: si se vive, parecería ser difícil escribir. ¿Cómo funciona eso en la trama?
-Eduardo llega a Madrid, asume su homosexualidad, se olvida de la escritura. Es un poco la idea de que si uno está viviendo plenamente, no hace falta escribir. Y -que no se dice, pero está un poco sugerido- se dedicó a vivir más que a escribir, como una contraposición de la vida y la escritura. Y Pablo es mucho más ambicioso y, a la vez, está bastante falto de ideas: no le ha ido bien con los libros que publicó. Publicó libros, bueno, pero también se habla de eso: todo el mundo publica libros, no es nada especial publicar libros. Pero ve aquí una oportunidad de consagrarse robándose este libro, pero tampoco lo logra. Como vos decís, hay una incapacidad de escribir y una pregunta constante sobre por qué uno escribe o para qué.
-Aunque la novela es mucho más que eso, una de las temáticas que aborda es por qué la Argentina no funciona. ¿Cómo funciona la narración de un tema que, políticamente, parece no tener respuesta?
-Sí, es una pregunta imposible: “¿cuándo se jodió…?” A mí también, pensándola después, y sobre todo hablando del libro más que escribiéndolo, se me ocurrió que es una pregunta que no sólo uno se hace acerca de un país, sino que es algo que uno se suele hacer acerca de su propia vida: ¿cuándo fue el momento exacto en que todo se fue a la mierda?, ¿quizás se podía revertir? Bueno, un poco de pensamiento mágico, no sé. Pero encontré esta manera. No sé si habrá otras maneras; seguramente haya otras maneras de narrar la Argentina, pero esta fue la que encontré yo a la distancia.
-¿Pensaste este libro como un aporte a debatir desde la ficción, o fue algo puramente literario?
-No, los objetivos y los móviles son puramente literarios. Obviamente que me gustan también las ideas, y como lector aprecio las novelas que también tienen ideas, sí, pero siempre desde lo literario. Ésa es la diferencia que yo veo entre el escritor y el intelectual. Yo no me considero un intelectual: creo que el intelectual es un personaje que sopesa las distintas posiciones, elige una y la defiende. El escritor, en cambio, elige todas las posiciones y no defiende ninguna.
Es decir, en la novela hay lugar para todo, y tiene que haber lugar para todo en la literatura. Nada puede no tener lugar; la única regla tiene que ser si cuaja con la estética de la obra o no, pero no más que eso. Entonces, no: no lo pensé así. Lo pensé puramente como una manera de contar cuentos.
-La novela captura al lector desde el inicio. En tiempos en los que abundan las pantallas, ¿se escribe diferente? ¿Hay una exigencia extra para capturar al lector?
-Creo que lo primero que tengo para decir sobre esto es que escribo como lector, porque soy lector de mi propio libro. Me encanta leerlo cuando lo estoy escribiendo y hasta el momento de la publicación soy feliz leyendo y retocando el libro. Entonces me tiene que gustar como lector, primero que nada, y escribo lo que me gusta leer. Y el tono, bueno, la verdad es que salió espontáneo.
En un momento me di cuenta de que estaba bien que fuese así. Fue muy distinto del tono de… bueno, por ahí no es tan distinto, ahora que pienso, de La migración y de La niña de oro, El tono surgió como surgió. Y lo que sí, en un momento, me pareció… “¿está bien que sea así?”. Y dije “sí, está bien”. Y me lancé. Y me dio un poco de vértigo porque es muy directo, muy crudo, pero me pareció que estaba bien, sobre todo porque se iba a matizar con los otros tonos de los otros narradores.
-En la novela hay espacio para este narrador que podría ser de Roberto Arlt, pero también hay algo del orden de la ternura y la nostalgia, elementos a veces no tan frecuentes en la literatura. Hay una mirada piadosa, o sin ironía, sobre lo que se narra.
-Sí, creo que la capacidad de hablar sin ironía es una pérdida. Vivimos en el tiempo de la ironía, pero pareciera difícil… eso dice Aira en una de sus novelas: “ya no se puede ser cursi; antes se podía y estaba bien; después ya no se puede porque todo es irónico”. Y la ternura queda relegada. Pero a mí me parece que, al menos en la literatura que me gusta, hay lugar para eso también. A mí la literatura puramente sórdida o puramente misántropa o puramente irónica me resulta un poco repelente.
Me parece que viene de un miedo a abrirse a una dimensión gigantesca de la realidad, que es la ternura, la literalidad de la ternura. Y la nostalgia también. Y, en los momentos en que aparece eso, hay que tomárselo en serio, no ironizar al respecto. Hay lugar para la ironía también, pero que haya lugar para esos momentos medio cursis.
-El narrador es un ladrón, pero a la vez quiere a su amigo. ¿Cómo trabajaste esa dualidad?
-Sí. Se quieren mucho. Comparten el amor por la literatura. Ninguno logra realmente ser escritor, pero ambos lo ambicionan. Y a la vez el narrador principal decide robarse la novela. Por un lado, para exculparlo un poco: él sabe que Eduardo no va a escribir la novela. Pero aun así le da pudor, se retoba al respecto. Y, por naturaleza, es un poco deshonesto. Entonces miente y le dice: “quiero escribir tu biografía, algo sobre tu vida”, y de esa manera trata de sacarle información sobre la novela. Finalmente se la apropia cuando Eduardo muere, totalmente decidido a apropiarse de todo lo que haya y ponerlo a su nombre: directamente plagiarlo. Pero esto no quita que no lo quisiera; lo quería mucho. Y bueno, ahora se murió y la novela es mía.
-¿Cómo se vinculan ficción y realidad en tu escritura?
-Son dos dimensiones separadas. Cuando estoy escribiendo, lo que pasa en la novela existe en una dimensión que es real, pero totalmente distinta de esta dimensión de nosotros acá sentados, en una mesa, tomando cafés. Son radicalmente diferentes, pero están separadas por, digamos, una membrana permeable. Y hay constante contaminación de un lado hacia el otro. Justo leí la última de Knausgård, que es buenísima, quizá lo mejor que haya escrito, y al final hay una especie de postfacio donde habla de la distinción entre vida y literatura.
Y dice algo increíble -al menos para mí-: que en esa zona de frontera “siempre es de noche”, y hay un constante paso de contrabando de una a la otra. Mirá vos. Ojalá se me hubiese ocurrido a mí: no se me ocurrió, pero estoy totalmente de acuerdo. Me encanta pensarlo como contrabando: una frontera entre dos países, y contrabando hormiga constante de un lado al otro. De la vida a la literatura y de la literatura a la vida. Uno no sabe bien en qué momento pasa, porque es de noche. Pero son dos dimensiones totalmente separadas, aunque en constante tráfico.
Pablo Maurette viajará a la Argentina para presentar El contrabando ejemplar, novela ganadora del Premio Herralde, el jueves 18 de diciembre a las 18:30 en Céspedes Libros (Av. Álvarez Thomas 853, Colegiales, CABA) en conversación con Cecilia Fanti y Patricio Fontana.
-¿Qué te permite la distancia respecto a este gran desvelo nacional de “cuándo se jodió la Argentina”? ¿Qué te da la distancia —y la ficción, que es otra distancia— en términos de punto de vista?
-No sé. No quiero juzgar o comparar con la gente que no se fue y escribe sobre Argentina desde ahí; seguramente saben y ven un montón de cosas que yo no veo. Pero a mí me gusta estar lejos y cerca a la vez. Estoy cerca en la escritura, porque cuando escribo estoy muy conectado. Y voy todos los años. Pero tengo la idea, quizá errada, de que si viviera ahí no podría escribir estos libros. No sé, es una superstición. Siento que sólo puedo hacerlo a la distancia. Y también a la distancia lingüística: mi vida es en otros idiomas; el español es mi lengua para escribir, hablar con familia y amigos, pero es la tercera lengua en mi día a día. Y creo que todas esas distancias —la literatura, la lengua, la geografía, el tiempo de veintiún años— son el origen de los libros que escribo. Sin eso, no los hubiera podido escribir.
– ¿Le pasa a Pablo Maurette la idea de escribir la gran novela argentina, como procuran los personajes de esta obra? ¿Hay una búsqueda de poder construir siempre “una gran novela”?
– Hay una parte de eso que es absurda: proponerse escribir la gran novela… eso que pasa en la novela no se puede escribir. Que un personaje se proponga escribir “la gran novela” está condenado al fracaso. Pero, por otro lado, sí creo –al menos en mi caso- que si no hay momentos durante la escritura en que estoy totalmente convencido de que lo que estoy haciendo es buenísimo, no sale. Tiene que haber esos momentos de fe intermitente, porque después también uno piensa “esto es cualquier cosa”. Pero si en esos momentos intermitentes hay ese subidón, ese delirio de grandeza, para mí funciona. Ese entusiasmo -y esto es pensamiento mágico- se transmite al lector.
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