El país que Lenin se olvidó

Por: Boris Cane

En Tiráspol todo parece detenido en un tiempo en que el comunismo aún era un bloque con misiles.

UNO. A orillas del Dniéster, en un territorio angosto que figura en algunos mapas con un trazo gris, existe un país que no existe. Lo llaman Transnistria. Tiene bandera, himno, presidente, moneda de El Estanciero y hasta una milicia con botas soviéticas, pero ningún país del planeta la reconoce. Ni siquiera Rusia, que la sostiene como un pariente incómodo: el que siempre pide plata y promete lealtad.

Hoy, Transnistria sigue viva por pura costumbre. Separada de Moldavia desde 1992, cuando se rompió la Unión Soviética, quedó suspendida en una especie de limbo burocrático. Es un museo funcional del socialismo tardío, con bustos de Lenin recién lustrados y letreros en cirílico que anuncian “Gloria eterna al trabajo”. Lo notable es que todo eso convive con una realidad de mercado negro, fábricas cerradas y una nostalgia tan disciplinada que ya forma parte del paisaje.

La historia de Transnistria es un catálogo de imperios que la ocuparon, la abandonaron y la volvieron a reclamar. Fue de los rusos, de los polacos, de los otomanos y, durante un tiempo, de nadie. Los cumanos pasaron por ahí cuando todavía se comerciaban caballos, y más tarde el Imperio ruso la incorporó como quien agrega un margen de seguridad entre fronteras. Con los años, llegaron campesinos ucranianos, moldavos, rusos y alemanes. Todos trajeron su idioma, sus sopas y sus santos.

En el siglo XX, el mapa cambió tantas veces que los abuelos ya no sabían qué pasaporte usar. En 1924, Moscú creó la República Autónoma Moldava dentro de Ucrania, un modo de tener contentos a todos sin contentar a nadie. Durante la Segunda Guerra Mundial, la región cayó bajo administración rumana, aliada de la Alemania nazi, y se convirtió en un infierno: campos de concentración, marchas forzadas, miles de judíos asesinados o desaparecidos.

Cuando el coloso soviético se vino abajo en los noventa, Moldavia buscó parecerse a Rumania, y los transnistrios, que hablaban ruso y soñaban con Moscú, decidieron independizarse. El resultado fue una guerra breve y absurda: decenas de muertos, un alto el fuego, y la intervención de tropas rusas que nunca se fueron del todo. Así nació el “país fantasma”.

DOS. En Tiráspol, la capital, todo parece detenido en un tiempo en que el comunismo aún era un bloque con misiles. Los billetes de colores muestran tanques y obreros sonrientes; la televisión estatal repite documentales sobre hazañas soviéticas; las estatuas del conde Alexander Vasilyevich Suvorov-Rymniksky, militar del Imperio Ruso, y Vladimir Lenin, líder de la Revolución de Octubre, miran hacia un horizonte que ya no existe. Pero detrás de esa escenografía hay apagones, salarios atrasados y líneas de producción que apenas respiran.

A comienzos de 2025 Rusia interrumpió el suministro de gas que antes atravesaba Ucrania. En Transnistria eso se sintió como un derrumbe. Las plantas químicas detuvieron la producción, los calefactores se apagaron y las abuelas encendieron braseros improvisados en los balcones. Los funcionarios del gobierno hablaron de “austeridad patriótica”, una forma solemne de admitir que no quedaba nada. Ni pan, ni luz, ni certezas. Hasta la empresa Sheriff, dueña de casi todo el país -incluido un club de fútbol donde el argentino Michael López, ex Banfield y hoy en Danubio, jugó cinco partidos- conoció la escasez.

Aun así, los transnistrios mantienen una especie de orgullo surrealista. “Nosotros resistimos”, dicen, como si el acto mismo de seguir con aire en los pulmones fuera una victoria geopolítica. Moscú les envía cada tanto un convoy de ayuda, y ellos responden con lealtad simbólica: banderas, discursos grandilocuentes, algún desfile militar con tanques que apenas funcionan.

Mientras tanto, Moldavia –que mira a Bruselas y habla de adhesión europea– prepara estrategias silenciosas para la reintegración. Entre tanto, la población cambia sin hacer ruido. Cada vez menos se identifican como moldavos o rusos: ahora son “pridnestrovianos”. Una nacionalidad inventada, sí, pero también una forma de sobrevivir. En el mercado central de Tiráspol, un carnicero explica con simpleza filosófica: “Somos lo que quedó”. Y se ríe, como si la broma fuera su mejor defensa.

TRES. Los analistas hablan de tres futuros posibles: la reintegración pacífica con Moldavia, el país más pobre de Europa, la perpetuación del congelamiento político o la conversión en un enclave militar ruso. Si Moldavia logra traer de vuelta a Transnistria, tendrá que hacerlo con paciencia y chequera: inversión, garantías lingüísticas, respeto por la identidad local. Pero la desconfianza es vieja. Muchos transnistrios temen volverse una minoría olvidada en un país europeo que les habla en rumano y les cobra en euros.

Por ahora, la segunda opción –el conflicto congelado– es la más probable. Transnistria seguirá en esa paradoja: demasiado rusa para ser moldava, demasiado moldava para ser rusa. Un limbo con sellos propios y fronteras que no figuran en las Naciones Unidas. En el fondo, esa ambigüedad les da una cierta ventaja porque nadie los bombardea, nadie los invade y los turistas llegan atraídos por el morbo que provoca cualquier rareza.

El tercer escenario, el más oscuro, sería la militarización total. Convertirse en un puesto avanzado ruso, con subsidios y soldados, pero sin vida civil. Eso, en teoría, podría arrastrar a la región a otra guerra, algo que en los Think Tanks occidentales se agita como justificación para vender más balas en Kiev.

Mientras tanto, la gente se las arregla como puede. Los jóvenes migran a Moldavia o a Rusia; los viejos se aferran a las fotografías de los días soviéticos; los niños crecen aprendiendo tres alfabetos y un himno que no tiene país. En las noches frías del invierno, cuando el gas falta y la electricidad titila, se escuchan historias sobre la “gran patria” que alguna vez los incluyó. Son cuentos de una era que ya no vuelve, pero sirven para mantener encendida una fe mínima en algo más grande que la rutina.

Transnistria es, al fin y al cabo, un espejo roto del siglo XX. Una república que sobrevive por inercia, entre la memoria del socialismo y la resaca del capitalismo. Un territorio donde los muertos de la historia votan, y los vivos se acostumbraron a no esperar milagros.

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