¿Qué gana y qué pierde la literatura y la política LGTBIQ con la ley 26.618?

Por: Adrián Melo

Un posible análisis sobre la literatura, a diez años de la sanción del Matrimonio Igualitario que no iguala a las clases sociales

En Bodas de sangre (1932), Federico García Lorca escribió una de las más contundentes denuncias políticas a las sociedades heteronormativas y a la imposibilidad de casarse entre varones en los mundos represivos. Tuvo que recurrir a la metáfora pero es claro que se salió con la suya. En un mismo gesto burlón igualmente casó a dos muchachos en la ficción teatral.

La obra cumbre de Lorca puede leerse como el drama de la Novia que el día de su casamiento deja plantado al Novio y huye con Leonardo arrastrada por una pasión desenfrenada. Sin embargo, a la caída del telón, ella no copuló ni con el Novio ni con Leonardo.

Las únicas bodas que se celebran son las que dan título a la tragedia: las de sangre entre el Novio y Leonardo. Son únicamente ellos los que se acoplan bajo la luna de la noche estival y se penetran mutuamente en las carnes con el cuchillo –evidente símbolo fálico- en el duelo amoroso. Luego, son sus cuerpos muertos los que traen juntos como si fueran Romeo y Julieta. “Morenito el uno, morenito el otro / traen a los dos novios del arroyo”, había escrito Lorca en una primera versión aunque para la definitiva, pensando que había llegado demasiado lejos suplantó novios por mozos. Total ya había cumplido su cometido: dos jóvenes de singular belleza y espaldas anchas habían celebrado sus bodas cual amantes bajo la luna. Eran novios por elipsis.

Dieciocho años antes que Lorca, E. M. Forster, escribió la novela Maurice con una evidente intención política: que por primera vez, en una ficción literaria una historia de amor entre hombres tuviera un final feliz.  Escribió Forster: “El final feliz era imperativo. De otro modo no me hubiese molestado en escribirla. Estaba decidido a que por lo menos en una obra de ficción dos hombres se enamorasen y permaneciesen unidos en ese para siempre que la ficción permite; y en este sentido, Maurice y Alec aún vagan por los bosques”. Forster quería demostrar que no había nada perverso en el amor entre hombres y por el contrario podía ser ennoblecedor y que lo perverso era el contexto.

Los críticos suelen decir con bastante unanimidad que el final feliz en Maurice es forzado, que no resulta estilísticamente eficaz ni pleno de la belleza acostumbrada de la literatura de Forster. De todas maneras la novela recién pudo publicarse en 1971, un año después de la muerte de su autor. En cambio, desde su estreno Bodas de sangre no ha cesado de representarse en diversas partes del mundo. Y su belleza no suele ser cuestionada al punto de alcanzar el estatus de clásico de la literatura castellana.

Las terribles bodas de sangre,  plenas de imágenes de inusual hermosura siguen vigentes. Las felices bodas de Maurice y Alec suenan a estafa literaria. En 1951, Patricia Highsmith escribe Carol (El precio de la sal) con la misma intención política que Forster para la literatura lésbica. Sin embargo Carol, el personaje principal deviene personaje subversivo aún hoy. Abandona al marido y está dispuesta a renunciar a su hija, a su fortuna y a toda la sociedad que la desprecia con tal de ir a vagabundear con su amada como una Thelma y Louise avant la lettre. Evidentemente, incluso a la hora de hacer política, las mujeres son mejores y más radicales que los varones.

La estrategia de Forster da cuenta de cierta pérdida que entraña la literatura del amor entre hombres que puede extrapolarse a los tiempos del matrimonio igualitario. Se pierde en cierta forma la belleza de los mundos flotantes –aquellos mundos que aparecen con la noche y desaparecen con el día como el de los prostíbulos o los bares nocturnos-, la sordidez, los levantes callejeros, la vida vagabunda opuesta a la seguridad burguesa y el espíritu libertario que alimentó las más hermosas páginas de Marco Denevi, Manuel Mujica Lainez, Carlos Correas o Néstor Perlongher, entre tantos otros.

No voy a afirmar con la contundencia de un Pasolini que prefiero un mundo represivo a un mundo tolerante. Había en Pasolini –como en Wilde, Foucault y como en Joe Orton, entre otros- un deseo de autoinmolación que formaba parte de una estética de la existencia. Sin embargo no es menos real que los mundos tolerantes favorecen los ghettos, toleran y no desean parafraseando en un mismo movimiento a Pasolini y a Perlongher.

A diez años de aquella neblinosa y fría noche en que fumando esperamos y esperamos –junto a tantas lesbianas, travestis y gays- y a la madrugada celebramos como locas la sanción de la Ley de Matrimonio Igualitario se hace preciso a la vez que conmemorar  los festejos de una fecha feliz, recuperar la revulsión, retomar la radicalidad, la rebeldía y la crítica a la que obligan los mundos represivos y que no parecen necesarias en contextos tolerantes como el actual. Ya somos todas y todos iguales ante la ley, ahora es hora de criticar la ley y la normalidad, hijos siempre de la moralidad burguesa y las sociedades sin corazón capitalistas. Y lo afirmo yo que lloré esa noche de alegría tanto como esa otra noche que en la ficción Viudas e Hijas de Rock and Roll, se casaron Segundo y el petisero desbarrancando del protagonismo a la pareja heterosexual, cumpliendo una vieja ilusión de telenovelero.

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