¿Pero qué son? Los popes que integran la Asociación Empresaria Argentina (AEA) reclaman al gobierno aplicar “acciones que posibiliten una vuelta ordenada al trabajo y la producción”, mientras exigen evitar el default. En un descarado ejercicio metafórico, las autoridades de IDEA comparan el esfuerzo colectivo del aislamiento social con el pago de la deuda, pues respetar ese compromiso “también es cuidar a los argentinos”. El Círculo Rojo en pleno, ex funcionarios como Alfonso Prat Gay –corresponsable de la debacle financiera que agudiza el desafío sanitario– y todos sus acólitos periodísticos baten el parche de sus cacerolas pidiendo el fin de la cuarentena, “cuidar la economía”. En el colmo de la desvergüenza, el “conocido matutino” fabrica una opereta tempranamente frustrada –si pasa, pasa– en la que un anónimo funcionario porteño postula la idea de “contagiarnos todos”, apelando al concepto de “inmunidad de rebaño”, ampliamente rechazado por todos los especialistas para esta etapa de la pandemia.
El gobierno resiste, hasta donde le da el cuero. Posterga la reapertura progresiva de la cuarentena en el Área Metropolitana , donde se concentra más del 86% de los casos de Covid-19, y procura mantener más o menos tenso el tire y afloje por las actividades que habilita y los requisitos que deben cumplimentar. Pero está claro que no debe lidiar con pillos nomás, sino con gente más peligrosa.
Brasil, EE UU, el Reino Unido, hasta Suecia, con diferentes modales pero la misma premisa, eligieron poner la economía por delante de la salud. Arrastrada por el colapso de los sistemas de salud, la economía se desplomó igual en el país de Trump, adalid de la negación de la pandemia. Su PBI caerá casi un 6%, con más de 20 millones de nuevos desempleados, y una cifra monstruosa de muertes que no cesan: hasta ayer, casi 80 mil.
¿Son sólo pillos o son, sin vueltas, asesinos los que piden volver a ese modelo? Y una pregunta aún más escrupulosa: ¿quién pondría los muertos, si se abriera la cuarentena como piden? ¿Ellos? No. Serían los trabajadores de sus fábricas. Y acaso los presos. Y los adultos mayores en los geriátricos. Y los habitantes de las villas, donde las condiciones materiales de la vida, en el país que nos dejaron, tornan imposible el aislamiento. Pero ellos no.
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