Donald Trump volvió a incomodar a un presidente extranjero en público. Ahora con un fuerte contenido racista en el mensaje de fondo.
Como si la humillación pública del líder ucraniano Volodímir Zelenski no hubiera sido más que un ensayo general, el caudillo republicano montó toda una escenografía para calumniar a Ramaphosa y su gobierno con la disparatada fabulación de que en Sudáfrica está ocurriendo un genocidio (sic) de la población blanca. Mientras que con Zelenski pareció como si Trump y su adlátere y vicepresidente, J. D. Vance se dejaran llevar por una ofuscación del momento, a Ramaphosa lo esperaba una trampa perfectamente coreografiada que incluía una pantalla gigante para obligarlo a ver a su máximo opositor doméstico, Julius Malema, entonando una canción de la resistencia antiapartheid con el estribillo «maten al granjero blanco».
Los avisos habían sido dados: Trump le puso una carga de dinamita a la relación bilateral en febrero, cuando firmó un decreto ofreciendo asilo a la minoría étnica afrikáner alegando la preocupación por una nueva ley de reforma agraria en Sudáfrica.
La escena tuvo reminiscencias indudablemente buscadas de sumisión de una persona racializada ante la autoridad blanca. La audiencia seleccionada no era sólo la minoría interesada en cuestiones internacionales, sino la minoría negra de los EE UU. Un propósito primordial de la política exterior de Trump es marcar puntos ante el público doméstico: esta vez, su ofrenda al nacionalismo blanco fue hacer pasar por las horcas caudinas a un veterano de la lucha contra el apartheid. Lo hizo sin importar que en la oficina oval estaba presente también un afrikáner como el ministro de Agricultura, John Steenhuisen, que representa en el gobierno de unidad nacional sudafricano a la Alianza Democrática, el partido preferido por la minoría blanca.
Esa teatralización de la dominación y el desprecio no hizo más que dar retroactivamente la razón al embajador sudafricano Ebrahim Rasool, expulsado de EE UU en marzo por sostener en una conversación privada filtrada que Trump azuzaba un «instinto supremacista» y un «victimismo blanco».
Las continuidades son notables. El tratamiento dispensado a Ramaphosa fue un recordatorio de que EE UU no removió a Nelson Mandela de su lista de vigilancia del terrorismo sino hasta casi diez años después de terminada su presidencia. Trump tampoco habrá dejado de recordar que Ronald Reagan siguió una línea de «compromiso constructivo» con el régimen racista de Pretoria, cuando casi todo el mundo lo boicoteaba, y que su país dejó que ese régimen llegara a tener nada menos que bombas atómicas.
El presidente sudafricano llegó a Washington con la intención de reparar una relación bilateral deteriorada. Los antecedentes incluían la imposición de un arancel del 30% a las exportaciones sudafricanas, que, aunque suspendido temporalmente, genera incertidumbre; la eliminación de la USAID, que impactó muy significativamente el programa sudafricano de lucha contra el SIDA; y la demanda de Sudáfrica contra Israel en la Corte Internacional de Justicia por genocidio en Gaza. De estos puntos, sólo se logró un avance en el tema de los aranceles, acordando iniciar negociaciones.
Por último, si al nacionalismo blanco estadounidense le faltaban excusas para el desplante, allí estuvo el sudafricano blanco Elon Musk, que chantajea a su país natal con llevar allí a su empresa Starlink sólo si su inversión es eximida de las restricciones que imponen las leyes de empoderamiento económico negro. Desde su cuartel general en Texas, Musk intenta acaudillar un movimiento en Sudáfrica contra los débiles y mayormente fallidos intentos de darle a la mayoría negra sudafricana, además del voto, un poder económico proporcional a su número. Mientras tanto, es el principal promotor de la paranoia de un falso genocidio, mentira con la que no sólo sirve sus intereses egoístas, sino con la que devalúa en el discurso público el contenido severo de la palabra: si cualquier cosa es un genocidio, no se podrá denunciar los que ocurre en realidad.
La oficina oval transformada en «Bullying Office» es el signo de este tiempo en el que EE UU ha renunciado a ejercer uno de los componentes de la hegemonía: el esfuerzo por convencer, aún si este siempre haya venido en dosis menores al de imponer. Que lo sepan los futuros humillados. «
* Coordinador del Programa
de Política Internacional,
Laboratorio de Políticas Públicas.
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