
Desde la primera vigilia en la casa de Cristina tras el alegato del fiscal que, quizá soñando con protagonizar una serie de Netflix, probó en cámara sus dotes actorales, las manifestaciones de amor popular por ella no cesan. Por el contrario, se multiplican de modo exponencial en todo el país, sin que los productores de odio mediático puedan controlar los efectos indeseados del veneno que destilan a diario, siguiendo con fidelidad un libreto acordado.
El viernes por la noche, luego de que la vicepresidenta saliera de su casa de Recoleta, un pequeño grupo encendió velas improvisando una suerte de altar popular para rezar por la suerte de una mujer que, seguramente, no canonizará la Iglesia, sino el pueblo. Mientras comienza a hablarse del resurgimiento de la «mística» peronista, es imposible no recordar Santa Evita, la novela de Tomás Eloy Martínez, en la que el afán militar de hacer desaparecer el cuerpo de Eva se ve burlado por los altares populares que surgen inexplicablemente en todos los rincones enrostrándoles su impotencia para borrar de la historia a quien ya estaba definitivamente en ella.
La dictadura cívico militar no hizo distingos a la hora de hacer desaparecer personas. Hombres, mujeres, adolescentes y chicos fueron víctimas por igual de su empresa homicida. Los magos, sin embargo, en sus espectáculos sólo hacen desaparecer mujeres detrás de una cortina roja. Muchos, incluso, en un alarde de omnipotencia machista, exhiben su capacidad para someterlas a la tortura de dividir sus cuerpos con un serrucho y devolverlas luego al escenario, intactas. Es evidente que ,a los odiadores, alguien se olvidó de explicarles que se trata de un truco y que los magos tienen por norma no revelar los secretos de su oficio. Como diría la propia Cristina, «no fue magia». Los soberbios que se arrogaron el derecho de hacer desaparecer el cuerpo de Evita no hicieron más que confirmarla en el pedestal más alto de la historia argentina. Quienes se arrogan el derecho de hacer desaparecer a Cristina, correrán la misma suerte.
«A Evita se le decía ‘esa mujer’, -señala Tomás Eloy Martínez en Santa Evita– pero en privado le reservaban epítetos más crueles. Era la Yegua o la Potranca, lo que en el lunfardo de la época significaba puta, copera, loca». Quienes adhirieron a la expresión «aluvión zoológico» para referirse a las masas peronistas y que utilizan los mismos términos con que se refirieron a Evita para referirse a Cristina, curiosamente, parecen saber bastante poco de animales. No sólo no perciben que su gorilismo visceral es un muy mal consejero, sino que creen que la máxima «muerto el perro se acabó la rabia» es válida para todas las especies. ¿Cómo lograr que comprendan que la inmortalidad no es una mercancía que puede adquirirse en el mercado y que, por lo tanto, es ajena a las oscilaciones del dólar? ¿Cómo explicarles que no se puede matar a quien ya es inmortal? «
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