Ocho décadas después, Europa minimiza el rol del Ejército Rojo, retacea su presencia en actos conmemorativos y contempla el renacer de la extrema derecha desde el pusilánime balcón de la inacción.

Mientras la UE minimiza, con miras a hacer desaparecer, el rol determinante del Ejército Rojo en la victoria sobre el nazismo y por intereses políticos excluye a sus dirigentes de los actos conmemorativos, en su territorio se ven a diario abiertas manifestaciones de nazismo. La vía libre a la violencia, verbal o real, fue dada sin disimulos a partir de febrero de 2022, cuando comenzó la aún en desarrollo guerra entre Ucrania y Rusia. En ese momento, los gobiernos, las universidades, las salas de conciertos más antiguas y prestigiosas, los más afamados museos del mundo y las federaciones deportivas prohibieron todo lo que venía de Rusia. Fueron barridos Tolstoi y Dostoievski, Tchaikovski y Musorgski, el Bolshoi, los patinadores, la lírica y los equipos de fútbol. Europa se sumó a Ucrania para librar lo que bien podría llamarse una guerra contra el pasado, menos el pasado nazi.
Paralelamente, Volodímir Zelenski en Ucrania y el partido Alternativa para Alemania en el antiguo bastión del nazismo intentan glorificar a quienes sirvieron o fueron figuras durante el hitlerismo. En septiembre pasado, en una visita de Estado a Canadá, Zelenski incluyó en su comitiva a Yaroslav Hunka, un veterano de las SS. Presentado como “un luchador de la democracia”, fue ovacionado en el Parlamento de Ottawa. A la vez, se impulsó un culto a Stepan Bandera, quien en los años ’40 del siglo pasado encabezó una campaña separatista con tácticas de terror contra polacos, judíos y rusos y en la Segunda Guerra Mundial colaboró activamente con el nazismo. En el caso ucraniano –y la UE y la OTAN son sus sostenes militares, económicos y diplomáticos– este enfoque refleja el deseo de sus dirigentes de alimentar el nacionalismo y tratar de todas las formas de ignorar los siglos del pasado común con Rusia,
Ante la decisión de muchos dirigentes europeos de participar de la celebración en Moscú, la jefa de la diplomacia europea, Kaja Kallas, chantajeó a los eventuales viajeros: “Dejamos en claro, y lo repetimos, que no queremos que ningún país miembro de la UE o candidato a serlo participe en esos eventos”. Por si quedaba alguna duda, agregó: “Esto no es para tomárselo a la ligera, aténganse a las consecuencias”. Casi en simultánea Zelenski convocó a los jefes de Estado de la UE y la burocracia de la Unión a celebrar la fecha en Kiev y “dar una muestra de fuerza diplomática”.
Cuando se le preguntó a Kallas si la UE apoyaba esa invitación del ucraniano, la jefa de la diplomacia europea no respondió. Tampoco dijo nada sobre los dichos del líder del Comité de Seguridad e Inteligencia del Parlamento ucraniano, Román Kostenko, que amenazó con un ataque terrorista cuando las tropas desfilen frente al palco oficial montado en la Plaza Roja. El que sí habló fue el canciller ruso, Serguei Lavrov. “Es alucinante y desconcertante –dijo– ver cómo la UE quiere renovar la ideología del nazismo europeo donde se gestó, fue destruida y prohibida por el Tribunal de Nüremberg”. Lo dijo en Moscú y lo reiteró esta semana en Río de Janeiro durante la cumbre de los BRICS, donde además se preguntó si será que la antigua Europa quiere volver a desangrarse en una nueva guerra.
El renacer nazi se da en el contexto generado por esa inacción de una dirigencia pusilánime que sigue observando la realidad desde el balcón. En toda Europa los partidos históricos pierden terreno gradualmente frente a la extrema derecha, y los seguidores que expulsa esa derecha tradicional terminan cooptados por las expresiones ultras. Esta situación llevó a la radicalización de los conservadores y la formación de alianzas cada vez más emparentadas con el nazismo. Distintos analistas reafirman que la ultraderecha logra captar a los jóvenes valiéndose de las redes sociales. Los influencers libertarios, dicen, usan las plataformas para promover discursos contra las políticas sociales de defensa de pobres e inmigrantes, promoviendo el odio, cuestionando la democracia y exacerbando el rechazo a lo político.
Durante sus cuatro años de funcionamiento (1945-1949), el tribunal internacional que juzgó en Nüremberg a los criminales de guerra del nazismo, no se ocupó de todos, tanto que sólo tomó el caso de 22 de los cientos de oficiales del ejército que acababa de perpetrar la más grande matanza padecida por la Humanidad. Decenas de los que eludieron la timidez de los jueces pasaron a ser –sádica ironía– jefes de la OTAN. Los “mejores” nazis conformaron los cimientos del pacto “defensivo” aliado. Uno de ellos fue el general Adolf Heusinger, elegido en 1949 por los altos mandos militares de Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia para ser el presidente del Comité Militar de la alianza atlántica. Nada menos. Desde que Heusinger se volvió demócrata, Occidente lo premió, entre múltiples condecoraciones, con la Legión del Mérito de Estados Unidos y la Gran Cruz del Mérito de la OTAN.
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