La soberanía de los pies

Por: Ricardo Ragendorfer

Apenas unos minutos le bastaron para desconocer el reclamo histórico de soberanía.

Corría un lunes otoñal de 1982 en un departamento del barrio de Villa Devoto. La familia Milei estaba atornillada ante el televisor. Un cronista de 60 Minutos, el noticiero top de la última dictadura, comenzaba su reporte.

Era Nicolás Kasanzew, quien cubría la guerra de Malvinas desde Puerto Argentino. Su voz, solemne y monocorde, se oía cargada de triunfalismo.

Ello hizo que al pequeño Javier, de once años, se le ocurriera decir:

–¡Es un delirio! Esto va a terminar mal.

Tal frase bastó para que su progenitor, don Norberto, saltara del sillón para prodigarle una paliza impiadosa, ante la indiferencia de su madre, doña Aida, y el horror de su hermanita, Karina, dos años menor.

Fue como si los golpes y patadas que recibía Javier fueran para ella. De modo que se descompensó. 

Doña Aida, al tratar de reanimarla, le soltó a Javier una advertencia:

–Tu hermana se va a morir y es culpa tuya.

Desde la pantalla, Kasanzew remataba su informe con dos palabras que harían historia: «¡Vamos ganando!».

Al respecto, un interrogante: ¿hasta qué punto, en la psiquis de Milei, el recuerdo de aquella tunda había incidido en el carácter errático y divagante del discurso que el pasado 2 de Abril leyó por cadena nacional para conmemorar en la Plaza San Martín el cuatrigésimo tercer aniversario de ese conflicto bélico?

Apenas unos minutos le bastaron para desconocer el reclamo histórico de la soberanía argentina sobre las islas, avalando así la posición del Reino Unido. Y en esa pieza de oratoria incluyó una frase que posiblemente sea recordada por las futuras generaciones: “El voto más importante es el que se hace con los pies. Anhelamos que los malvinenses decidan algún día votarnos a nosotros con los pies. Por eso buscamos hacer de Argentina una potencia para que ellos prefieran ser argentinos, y que ni siquiera haga falta la disuasión”.

Lógicamente, el repudio a sus dichos fue generalizado.

En cambio, el de la vicepresidenta Victoria Villarruel, leído a esa misma hora en la ciudad de Ushuaia, fue tomado como su contracara virtuosa, incluso por algunos analistas “progres”, dado que por lo menos tuvo el tino de no poner en duda la soberanía territorial argentina.

Ella se exhibió junto al gobernador de Tierra del Fuego, Gustavo Melella, y el intendente Walter Vuoto, ambos de Unión por la Patria (UxP). Y en uno de los pasajes más vibrantes de su discurso, soltó: 

–La causa Malvinas es la única prenda de unidad de nuestra nación.

Tal idea fue apuntalada por ella al señalar la “mancomunión” operativa entre los integrantes de las Fuerzas Armadas y la sociedad civil, representada en el campo de batalla por los soldados conscriptos. Conmovedor. 

¿Fue realmente así?

Pues bien, no es una exageración afirmar que los ciudadanos bajo bandera enviados al Atlántico Sur tuvieron que vérselas con dos enemigos: los ingleses, claro, y los militares argentinos; desde cabos a generales de división.

Las vejámenes y torturas a los combatientes rasos por parte de sus propios suboficiales y oficiales fueron moneda corriente. La más usual fue el estaqueo por lapsos prolongados. También disfrutaban con la inmersión de soldados desnudos en agua helada, o enterrarlos hasta el cuello durante toda la noche, o picanearlos con teléfonos de campaña. A eso se le añadían las clásicas golpizas, y hasta la violencia sexual, entre otros suplicios, agravados en algunos casos por un profundo sesgo antisemita.

Dicho sea de paso, hace menos de un mes la Sala I de la Cámara Federal de Casación Penal hizo lugar a un reclamo de los soldados y habilitó a la Corte Suprema para que se pronuncie en la causa –iniciada hace ya dos décadas contra casi 30 oficiales– por flagelar sus subordinados.  

A todas luces, se trata de delitos casi sin antecedentes en la historia militar de la humanidad. ¿Pero qué se podía esperar de uniformados cuya formación y experiencia bélica se limitaba al ejercicio del terrorismo de Estado?

Un gran ejemplo al respecto es el capitán de la Armada, Pedro Giachino, un héroe nacional por haber sido el primer militar argentino caído en Malvinas.

Fue el 4 de abril cuando su foto de legajo empezó a ser exhibida por TV, junto con una breve información sobre lo que le había sucedido. En ese momento, en Mar del Plata, un televidente quedó estupefacto. Era Gabriel Della Valle, un estudiante que militaba en el Partido Socialista de los Trabajadores (PST). Hacía un lustro había sido “chupado” por una patota de la Armada, y permaneció cautivo durante dos meses en la Base Naval de aquella ciudad. Allí fue sometido a bestiales interrogatorios. Ahora veía en la pantalla el rostro de su secuestrador. La mirada pétrea de Giachino le heló la sangre.

No tardaría en trascender la heroica circunstancia de su muerte. Ocurrió que Giachino, educado en la técnica de irrumpir a patadas en domicilios civiles durante “lucha antisubversiva”, utilizó precisamente tal método para capturar al  gobernador colonial en su residencia. Y una bala inglesa se lo llevó al Más Allá.

La camarilla castrense que gobernaba al país ya tenía su mártir. En hora buena. Porque, jaqueado por el desplome económico y una ola de protestas, el general Leopoldo Fortunato Galtieri había emprendido la ocupación militar de ese territorio con la esperanza de perpetuar así la dictadura en el poder.

“¡Vamos ganando!”, insistía Kasanzew en cada uno de sus envíos. Aquel sujeto, además de ser el artífice del triunfalismo con el cual la dictadura ocultaba la situación real del conflicto, también era el encargado de infundir tranquilidad a madres y novias. Antológicas fueron sus entrevistas a los soldados doblegados por el hambre y el frío. Su truco: hacerles recitar guiones que él mismo ideaba.

Hubo un caso que lo pinta por entero: el emotivo testimonio que logró de un soldado del Regimiento 4 de Infantería. El chico se encontraba internado en el hospital local a raíz del congelamiento de un pie.

La escena era idílica, puesto que le mostraba al mundo lo bien que eran tratados los combatientes argentinos. Tanto es así que la mesita junto al lecho estaba bien provista: café, facturas y porciones de pastel. Todo eso había sido traído por Kasanzew.

La cuestión es que, al concluir la entrevista, guardó aquellos manjares en un tupper para llevárselos con él. Una hermosura de persona.

Ahora, a 43 años de sus proezas como corresponsal de guerra, la señora Villarruel lo puso al frente de la Dirección de la Gesta Malvinas del Senado.

Desde ese sitio, días pasados perpetró una notable proeza: homenajear al coronel Horacio Losito por su desempeño en la batalla malvinera de Top Malo House. El asunto es que este tipo fue un represor de fuste, condenado tres veces por delitos de lesa humanidad, y que ahora goza de “libertad condicional”.

En la Argentina libertaria hay condecoraciones para todos los gustos. «

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