Teléfono

Por: Mónica López Ocón

Gracias, Alejandro Graham Bell, por enseñarnos que la voz es capaz de traspasar muros, balcones y tiempos de desgracia.

Vestido de negro absoluto, pesado y solemne, el teléfono de mi casa de infancia parecía una matrona viuda que presidía el comedor. Su voz, sin embargo,  contradecía su aspecto físico. De vez en cuando hacía escuchar su campanilla cantarina de tonos agudos y nos instaba a correr hacia él. Todos intentábamos llegar primeros porque levantar el tubo era ir al encuentro con lo desconocido. Ningún indicio exterior nos prevenía acerca de quién llamaba. Podía ser un número equivocado, la persona que estábamos esperando que llamara, un familiar que, cumpliendo con el protocolo de las buenas costumbres, se interesaba en nuestra salud o el emisario de algún programa televisivo que podía entregarnos  una cifra millonaria si contestábamos la palabra correcta. Había todo un mundo más allá del tubo telefónico.

Aquel teléfono negro era algo tosco y pesado, es cierto. Para llevar el tubo al oído había que medir la fuerza del impulso, porque una fuerza excesiva podía terminar en una conmoción cerebral. Era de un material que se llamaba baquelita y estaba hecho para siempre como más tarde lo estaría la heladera Siam de manija con bolita.

Pero a pesar de tosquedad, tenía también grandes delicadezas. Por ejemplo  el cable que unía el tubo al cuerpo del teléfono era espiralado  por lo que crecí creyendo que ese cable rizaba las palabras y las convertía en bucles a lo Sherlly Temple. A mí siempre me gustaron  las palabras rizadas. Pero mi padre trató de convencerme de que los únicos capaces de rizar las palabras eran los poetas y que el resto de las palabras del mundo eran todas lacias. No logró disuadirme. Si las palabras eran lacias, el teléfono negro les hacía la permanente de manera inmediata. Luego descubrí que la naturaleza de las palabras no dependía de ellas mismas, sino de quien las pronunciara. Cuando mi tío decía, por ejemplo, “un perro es un perro” mostrando en su definición tautológica que se creía muy por encima de la especie perruna, sus palabras eran no sólo lacias, sino llovidas, pegoteadas, desagradables. En cambio, cuando mi abuela paterna hablaba de las aventuras de Raúl, el perro al que amamos todos los chicos de la familia, las palabras se enrulaban como alegres resortes saltarines. El encanto de sus palabras se redoblaba porque hablaba de larga distancia. La larga distancia era de 300 km porque ella vivía en un pueblo de la provincia de Buenos Aires.

Las palabras dichas desde larga distancia tenían otro valor, otra textura. Es que en la época del teléfono negro de baquelita, costaba mucho conseguir una comunicación con alguien que vivía más allá del área capitalina. Generalmente, llamábamos los sábados porque a veces era necesario esperar seis u ocho horas para hablar con la persona que  queríamos porque había demora. Se ve que la ruta se llenaba de palabras y el teléfono negro no daba abasto para ordenarlas y enviarlas por el cable rizado a quienes les correspondieran. Aunque se oyera  perfectamente, siempre se gritaba un poco cuando era una llamada de larga distancia como si el grito acercara. Y si recibíamos una llamada inesperada de larga distancia también la anunciábamos a los gritos al destinatario porque no se podía hacer esperar a las palabras después de tan largo viaje.

Recuerdo que aquel tubo negro tenía perforaciones en la parte superior para que las palabras salieran con el volumen exacto para llegar sólo a nuestros oídos. Era una forma de cuidar nuestra intimidad. Aquel tubo estaba diseñado para la discreción. Por su parte inferior, había unas rejas pequeñas, como de confesionario, pero la tecnología no había avanzado aún lo suficiente como para que el teléfono nos absolviera de nuestros pecados.

En la época del teléfono negro, hasta la espera era diferente, tenía mayor densidad, mayor sufrimiento.  Un hilo invisible nos ataba a una silla o  generaba un cerco en torno a él para que quedara bien delimitado el espacio dentro del cual podíamos escuchar sin esfuerzo su campanilla. Esperar una llamada suponía quietud, casi inmovilidad y mucha bronca, si algún inoportuno llamaba en lugar de la persona esperada.  Entonces, padecíamos la certeza de que nuestro destino dependía de ese teléfono ocupado. Luego, supe que siempre nuestro destino está determinado por cosas tan banales como ésa. Tomar un colectivo en el sentido equivocado puede llevarnos a encontrar un gran amor o a encontrar lo que no sabíamos que buscábamos.  Aunque son muchos los que sostienen que el destino está escrito, creo que debe estar escrito con  palabras lacias y precarias perpetuamente amenazadas por el azar. No sé  quién sería yo en este momento, si el teléfono negro no hubiera estado jamás ocupado.

Lo mejor de aquel teléfono era que sólo permitía escuchar una voz. No había posibilidad de videollamada. Era sólo una voz que se derramaba en nuestro oído la que hacía presente la ausencia. “Esa sugestión de presencia cuando en verdad es ausencia ya viene en el dispositivo del teléfono”, dijo Martín Kohan en una entrevista aparecida en este mismo diario a propósito de su libro ¿Hola? Requiem para el teléfono.

Pero muerto el teléfono, la voz se las ha arreglado para seguir su propio cauce y llegar a los oídos indicados. Esa misma voz no ha perdido la capacidad de hacer presente lo ausente. Es una voz que habrá hablado tantas veces por el teléfono negro y pesado que no necesita del cable en espiral para decir palabras firmes y, a la vez, rizadas. Es una voz que entendió perfectamente que aquellas rejas del tubo no encarcelaba la voz, sino que la liberaba. Gracias, Alejandro Graham Bell, por enseñarnos que la voz es capaz de traspasar muros, balcones y tiempos de desgracia.

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