En el frío nórdico, desafió la moral con sus cómics que sacaron del clóset fantasías que nadie se animaba a nombrar. Hombres de mandíbula cuadrada, botas relucientes y pantalones ajustados.

UNO. En Helsinki, cuando el sol apenas se digna a salir y los bares cierran antes de que la vergüenza tenga tiempo de florecer, Touko se sentaba en su habitación alquilada, rodeado de papeles, revistas americanas y ese olor a sudor frío que dejan los inviernos largos y las pulsiones reprimidas. Touko deslizaba el lápiz como un bisturí que corta la piel fina de la normalidad. Le daba forma a tipos que no existían en la calle ni en las saunas para gays, pero que todos, en secreto, querían ser o tener. Hombres de mandíbula cuadrada, botas relucientes y pantalones tan ajustados que la censura temblaba.
Es la mitad del siglo XX, de posguerra, donde la homosexualidad era punible en los países donde en el 2025 se convirtió en parte del paisaje. Pero Tom, el alter ego de Touko, no pedía permiso ni perdón. Se colaba en sobres marrones, cruzaba fronteras en valijas diplomáticas y terminaba pegado en las paredes de algún sótano de Berlín, Los Ángeles o San Pablo. Era triple X, sí, pero también era un manifiesto: «Acá estamos, acá nos quedamos, y si hace falta, miramos fijo hasta que bajes la vista». Brrr.
DOS. Las primeras revistas se imprimían en secreto, con tipografías robadas y tinta barata. Los distribuidores eran tipos con más miedo que coraje, pero con la certeza de que estaban traficando algo más que papel. Movían las placas tectónicas bajo la superficie pulida de Europa. Y mientras tanto, Touko seguía dibujando, cada vez más grande, más explícito, más desafiante. Como si cada trazo fuera un dedo levantado a la moral de los pastores luteranos y las señoras que rezaban por la pureza una juventud que se perdía en Los Beatles.
En los bares del norte discutían si el dibujante era un degenerado, que si la policía lo vigilaba, que si en realidad era un agente doble, un espía con fetiche de cuero. Nadie sabía nada, pero todos miraban de reojo las portadas de las revistas importadas, buscando un Tom. La revolución de Tom no fue una marcha ni una bomba, fue un papel doblado en el bolsillo, una mirada cómplice en el tranvía, un suspiro ahogado en la penumbra de una habitación alquilada. Y así, Touko Laaksonen le dio a Finlandia —y al mundo— una excusa para mirar el deseo de frente, aunque fuera solo por un instante, antes de volver a bajar la cabeza y seguir caminando sobre el hielo de las veredas. Y ahí, entre globitos de diálogo y onomatopeyas, se escondía una verdad incómoda: que un sólo trazo puede convertir un beso en revolución, o una nalgada en manifiesto. Porque, al fin y al cabo, los héroes musculosos también sudan, aman y —si tienen suerte— se sacan la ropa antes de que los censuren. ¿Arte erótico? Lo que importa es que el artista ya entendía que el papel aguanta cualquier fantasía, por más inconfesable que sea. Que se explique en Japón, donde las viñetas se transformaron en licuadoras de tabúes con tetas que desafiaban la física. O con adolescentes en uniforme enfrentando dilemas más turbios que existenciales. ¿Fantasía? Sí. ¿Proyección? Seguro. ¿Preocupante? A veces. Pero sobre todo, la libertad de pensar lo que no se dice, dibujar lo que no se puede filmar.
TRES. Año 2010. En Japón, los noticieros andaban con la cara larga y el título a lo pánico moral: “¡Censura al manga para salvar a la juventud!” En los foros, más de uno se atragantó con el ramen cuando leyó sobre la “Bill 156” —esa ordenanza que le metía la mano a las escenas subidas de tono con personajes que parecían menores. ¿Menores de verdad? No, dibujos nomás. Píxeles con cara de inocentes y cuerpos que no existen. Ahí arrancaba el problema: ¿se puede meter preso a un dibujo? ¿Un lolicon dibujado es delito? Los mangakas, fans de las historietas, se pusieron firmes como samuráis con lapicera y tinta en vez de katana.
Para la comunidad gay, Tom fue el primer superhéroe con superpoderes fálicos. Para otros, fue un degenerado talentoso. En ambos casos, imposible de ignorar y de censurar. Su rostro vive en remeras y exposiciones como el MoMA. Pero como todo pionero que incomoda, hoy algunos lo miran de reojo por ser un agente cosificador del colectivo LGTB+. En definitiva, para algunas comunidades no hay punta de lápiz que les venga bien. «
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