Una buena definición de este segundo Trump, que como no puede hacer que lo justo sea fuerte, hace que lo fuerte parezca justo.

Nunca Trump será culpable de nada –ni de la condena firme en 34 cargos que tiene (¡saludos, muchachos de la ficha limpia!)– sino que es producto de la persecución judicial a la que fue sometido, si le creemos al presidente convicto. También sufrió un atentado, donde fue herido, lo que le permitió afirmar que Dios lo había preservado es para hacer grandes cosas para Estados Unidos. Quien critique a Trump no sólo será un opositor, sino que además es un hereje.
¡Y ya sabemos lo que merecen los herejes!
Del otro lado tampoco tienen mucho para vanagloriarse.
Antes de abandonar el poder Biden indultó a diestra y siniestra, y lo que es peor, usó de ese instrumento constitucional de excepción para que Hunter Biden –el hijo– zafe de diversas tropelías que comprendieron escenas de vida íntima hasta corrupciones varias con el régimen ucraniano. Cuando confundís la política con la familia… Eso de vicios privados y crímenes públicos no es asunto de opiniones, sino de pertenencia a las élites. Y les cabe a todos.
Pero el mayor error de los demócratas, pese a tener una gestión defendible, fue creer que por tener una gestión defendible iban a ganar frente a Trump. Esto es una cuestión de sentido, de creación y militancia de un sentido político, de la construcción de un sentido común, que no pueden crear los demócratas porque fueron -son- la cara humana de la revolución conservadora de Reagan. Por eso el error en política pueda ser peor que el crimen, como bien sabía Talleyrand hace dos siglos. Y es allí donde acertó Trump. Le ofreció sentido a una gran parte de la sociedad norteamericana, esa que está hecha de blancos pobres y “latinos” con aspiraciones, lanzados a sí mismos en el desierto de la posmodernidad.
Esa razón de existir es la peor de todas, por cierto, pero no por ello menos operativa –a veces también el acierto político puede ser un crimen. Si le creemos a The Guardian de diciembre de 2023, el actual presidente de los Estados Unidos dijo en New Hampshire cuando estaba en campaña que los inmigrantes “están envenenando la sangre de nuestro país. Es lo que hacen”; “envenenan instituciones mentales y prisiones de todo el mundo, no sólo en Sudamérica… sino en todo el mundo”; “están viniendo a nuestro país, desde África, desde Asia, desde todo el mundo”.
Con habilidad y rapidez, Trump ha designado quiénes son los culpables de las frustraciones individuales y los fracasos nacionales. Todos los norteamericanos han visto de cerca un inmigrante, pero no siempre un multibillonario. Es una amenaza permanente aunque indefinida, por eso peligrosa e inminente, que acecha desde la dimensión global hasta la misma vuelta de la esquina. Por eso la amenaza debe ser cercana: el odio es para quienes difieran del ideal dominante, sin importar que exista o haya existido alguna vez tal ideal.
De hecho el primer conflicto internacional fue con Colombia acerca de la deportación de inmigrantes. Es un derecho de Estados Unidos que devolver a los ilegales al país de origen, así como es un derecho humano que tal cosa, regulada por instancias internacionales, sea realizada en el marco de los derechos humanos. Petro se plantó, y tuvo amenazas de sanciones comerciales, a las que prometió responder en espejo; duplicadas las amenazas, Colombia estuvo a la par. Al final, serán aviones colombianos que vuelvan al país con los indeseables, acorde a derecho.
Pero Trump siempre gana, sobre todo cuando es derrotado. Por eso tiene que ser asertivo, definitivo, indiscutible.
Ya no hay lugar para la argumentación política ni para la lógica formal. Para la Real Academia, “truculento” significa “Que sobrecoge o asusta por su morbosidad, exagerada crueldad o dramatismo”. Una buena definición de este segundo Trump, que como no puede hacer que lo justo sea fuerte, hace que lo fuerte parezca justo, como diría Blas Pascal. «
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