Tsunami de piñas y patadas: una tarde de kick boxing en el Club Social y Deportivo Alsina

Por: Nicolás G. Recoaro

La disciplina originaria del Japón, mezcla de karate y boxeo, tiene 50 millones de cultores en el mundo y cada vez más en la Argentina, donde funciona una filial del célebre Ihara Dojo. En el ring de Quilmes, los peleadores cultivan el arte marcial según las reglas del osu, que anima a perseverar bajo presión, y sueñan con luchar en el Tokyo Dome, la meca.

Para entrar al dōjō, primero hay que descalzarse. Unas pequeñas estatuas de Buda, un tapiz con “La Gran Ola” de Hokusai y el dócil tintineo de las fuurin (“campanas de viento”) decoran la escalera que lleva al gimnasio. Se podría pensar que estamos en algún barrio de Kioto u Osaka. Pero no, la filial del afamado Ihara Dojo –uno de los puntos cardinales del kick boxing a nivel global– se encuentra enclavada en el primer piso del Club Social y Deportivo Alsina, a pasitos de la estación de Quilmes.

Faltan pocos minutos para que den las dos de la tarde. La hora señalada para que se largue la novena edición del Real Japanese Kick Boxing, el evento que reúne a los fanáticos bonaerenses de la disciplina creada por Osamu Noguchi en la década del ’60. “Para muchos, somos unos locos tirándonos patadas, lo que es bastante cierto. Pero hay toda una filosofía de vida atrás del kick boxing”, explica a Tiempo Diego González La Volpe, el sensei que comanda el dōjō quilmeño. Y agrega que detrás del arte marcial también hay una historia. 

La crónica cuenta que Noguchi, el padre fundador, tenía grandes aptitudes para el boxeo. Lo llevaba en la sangre: su padre había sido campeón de peso pesado. Sin embargo, una lesión en la espalda dejó en la lona al joven púgil cuando su carrera apenas empezaba a despegar. Luego de aquel nocaut, Noguchi tuvo que colgar los guantes. Dicen que era un peleador obstinado y a la vez táctico, con mucha visión. Quizás por eso decidió que su vida siguiera ligada al cuadrilátero. Entonces se recicló como promotor de peleas. Primero en Japón, luego en Tailandia. En el antiguo reino de Siam organizó tres combates míticos, que enfrentaron a sus paisanos karatekas de Oyama y los aguerridos thai-boxers. Fue la génesis de un nuevo deporte que, incluso, llegó a tener secuelas geopolíticas. “Cuando los primeros peleadores japoneses les ganan a los tailandeses, el reino, furioso, corta relaciones comerciales con Japón, donde también es muy fuerte el nacionalismo y la defensa del emperador”, advierte La Volpe, con más de 48 combates internacionales sobre sus espaldas. 

Cuenta que dio sus primeros pasos en el gremio en los ’90: “Arranqué en épocas difíciles. En el país no había nada y nadie te cuidaba”, dice el hombre de 45 años y casi 30 dedicados a las artes marciales. “Vengo de una familia trabajadora. Mi viejo era peronista de Perón, fanático del ciclismo, del fútbol y el boxeo. Cuando empecé a dedicarme a esto, para él era ‘ese deporte en el que se tiran pataditas, medio de señoritas’. Pero con el tiempo entendió que era mi pasión y que me ayudaba a conocer otros planos, un mundo diferente.” 

La disciplina que atrapó al sensei argentino combina en dosis desiguales las patadas más potentes de karate y el muay thay con los puñetazos certeros del boxeo y buena parte de sus reglas. Peleas con guantes y por puntos. Con rounds extenuantes y nocauts frecuentes. A finales de los ’60, fue bautizado con el ostentoso y poco oriental nombre de kick boxing. En 1968 se fundó la primera federación en tierras niponas. Poco después conquistó buena parte del planeta.

“En la actualidad hay unas 50 millones de personas que practican kick boxing en el mundo”, asevera el curtido sensei y resalta que no es un mero deporte de contacto, sino un auténtico arte marcial que hermana a la actividad física con la espiritualidad. El dōjō es un terreno de entrenamiento, pero más un espacio donde se forjan valores y recorridos vitales. En japonés, significa “el lugar donde se busca el camino”. Y el maestro es quien recorrió antes que sus aprendices esos senderos que muchas veces se bifurcan. 

Esta tarde, el sensei oficiará de árbitro. Mientras se calza una camisa impoluta y un pantalón de vestir, comenta que la perseverancia es un valor que intenta trasmitir todos los días a sus pupilos. “Utilizamos el término osu, que significa perseverar bajo presión.” Custodiado por varias docenas de trofeos y una estatua de un soldado de terracota de Xian, La Volpe se despide y regala una reflexión final: “Acá no hay lugar para los violentos. Osu es el camino que elegimos. Creemos que a través del arte marcial es posible llegar a la iluminación”.

Bellas artes marciales

Con la misma pasión, la joven Nadia Bronn Balbis da pelea dentro y fuera del cuadrilátero. Es mamá de una nena, cajera de Frávega y uno de los secretos a voces del kick boxing nacional. Este año tuvo la posibilidad de pelear dos veces en el mítico Tokyo Dome. “La Meca. No hay palabras para describir lo que se siente pelear ahí. Me llevaron un día antes a conocer el estadio, porque si vas el mismo día de la pelea, dicen que te agarra un shock. Es un monstruo, entran 50 mil personas”, cuenta Nadia, y luego revive los combates: “La primera pelea, en abril, empaté contra una campeona de karate. Y en septiembre perdí por puntos. Son rivales muy difíciles por el nivel y la técnica, y porque respiran esto los 365 días del año”, resalta la dama, primera mujer no japonesa en ingresar al circuito de la federación nipona. Sueña con ser profesional: “Quiero vivir de esto. A veces, voy a trabajar y pienso que estoy perdiendo seis horas de mi vida, porque me gustaría estar acá entrenando.”

Consultada sobre los valores que le enseñó el deporte, la joven de brazos y piernas de acero no duda. Rescata la búsqueda paciente y dedicada para ser la mejor en el arte marcial, y en todas las facetas de su vida. “Acá aprendo a superarme día a día, a ser más tolerante con mi hija si se manda una cagada, a ser mejor persona”. Aunque en un rato debe enfrentar a una oponente en el ring, Nadia luce la templanza de un monje tibetano: “La pelea no es contra el rival. Siempre es contra uno mismo.”

Mauro Herrera también peleó en Japón. De sus viajes al Lejano Oriente se trajo dos triunfos por nocaut en el primer round. Es grandote, muy grandote: un hombre montaña de 100 kilos y musculatura maciza. Vive en Berazategui, está casado y tiene dos hijas. Trabaja como productor de seguros y entre risas afirma que antes de los combates nunca les ofrece una buena promoción a sus retadores. Esta tarde no sube al ring, pero acompaña a los peleadores desde uno de los rincones. “Les pido que vayan para adelante, que salgan a divertirse, no a matarse. Que pongan en práctica lo que aprenden todos los días en el dōjō.”

En la primera exhibición de la tarde, se enfrentan los deportistas más jóvenes del Ihara: Lautaro Luque, de 11 años, y Tomás Hernández, de 12. Cuentan a coro que son primos y que practican kick boxing desde hace pocos meses. Sobre el ring, brincan de una punta a otra como pequeños saltamontes.

Ni retroceder, ni rendirse 

A las cuatro, el gimnasio es un sauna. La térmica debe andar por arriba de los 40º. La música electrónica explota en los parlantes. En las gradas, los espectadores pelean contra el calor. Sobre el ring, los gladiadores de sangre fría miden sus golpes para llegar al final, vivitos y coleando. 

En pocos minutos será el momento de la verdad para Rodolfo Roncoroni, un portuario cuarentón de larga barba vikinga. Poco antes de subir al cuadrilátero, cuenta que su verdadera batalla la ganó cuando comenzó a practicar kick boxing, siguiendo el consejo de su hijo: “Desde que vengo al dōjō, bajé 30 kilos y dejé de fumar. Y ese es un triunfo en el primer round.” No muy lejos, su esposa Soledad lo alienta desde la tribuna: “Desde que empezó lo veo más guapo. Otro beneficio es que viene y se pelea acá, y no me hincha en casa.”

El plato fuerte de la tarde ofrece a Juan Cruz Velázquez y Ricardo Bravo, dos de los luchadores con más polenta del Ihara. Pelean por el título local de la WKBA. Bravo elonga y tira golpes al aire. Velázquez se reconcentra, cierra los ojos. Segundos afuera. Velázquez toma la iniciativa y castiga al fibroso Bravo con una ráfaga de cortitos. Van piñas, vuelven patadas. También rectos, jabs y algún que otro abrazo de oso. Con sus cascos protectores, los luchadores tienen un aire a Mazinger Z. Finalmente, Bravo logra recuperarse con la fuerza de sus patadas y consigue una postrera victoria por puntos.

En pocas semanas, el ganador partirá raudo a Japón, donde vivirá un año. Lo eligieron por su potencial y sus aptitudes. Dice que quiere ser campeón japonés y del mundo. Bravo dejará familia, colegio y amigos. “Todo para conseguir la gloria”, dispara. Hasta la victoria, siempre.«

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