Llega el fin de año y de nuevo se imponen los balances, los resúmenes y, claro, el clásico informe sobre literatura navideña. Un recorrido que vuelve a pasar por Dickens, Andersen y Truman Capote, para concluir que en una de esas la Navidad no está tan buena.

No es extraño que tratándose de una tradición cristiana los cuentos de Navidad estén más preocupados por contagiar culpa que por transmitir felicidad, como si cargaran con la tarea psicópata de hacer que al menos una vez al año los lectores caigan en la cuenta de sus privilegios y paguen por ello. Así ocurre con «La fosforerita», uno de los cuentos más famosos del escritor para chicos por antonomasia, el danés Hans Christian Andersen. Se trata de la historia de una nena pobre que vende cajitas de fósforos por la calle, pero que sin haber conseguido que nadie le compre ni una teme regresar a su casa en Nochebuena. Como además perdió los zapatos y la nieve ya empezó a congelarla, la chica se refugia en un callejón y no tiene mejor idea para calentarse que empezar a encender los fósforos que debía vender. La luz titilante de las llamitas proyecta en las paredes del callejón las imágenes típicas de las navidades felices de la clase media: árboles con regalos, chimeneas chisporroteantes y pavos asados alimentan su fantasía. Está claro que la niña se está muriendo y sus sentidos la engañan, corporizando sus deseos en forma de delirio. Sospecha que se confirma cuando vuelve a encender un fósforo y esta vez aparece la imagen de su querida abuela muerta y la pequeña le pide que la lleve con ella. El cadáver sonriente y congelado de la fosforerita es hallado la madrugada de Navidad por los primeros peatones, que deben haber sentido la misma culpa que embarga al lector que eligió ese cuento para mandar a la cama a sus hijos y ahora no sabe cómo hacer para que dejen de llorar. Después de un cuento como este a nadie debería extrañarle que personajes como El Grinch o el esqueleto Jack, salidos de la imaginación prolífica del Dr. Seuss y del cineasta Tim Burton, tuvieran como mayor anhelo robarse la Navidad.
El inglés Charles Dickens tomó nota de esta tendencia truculenta de las historias navideñas cuando decidió escribir la suya, pero no olvidó incluir en la fórmula algo del humor que Andersen se dejó vaya a saber dónde. «Una canción de Navidad» es el relato navideño por excelencia, al punto de que se ha editado en todos los formatos posibles y cuenta con numerosas versiones cinematográficas y televisivas. Ahí la culpa reaparece de forma muy clara: es la herramienta elegida para tratar de hacer recapacitar a Ebeneezer Scrooge, un hombre al que la vejez ha convertido en un miserable. Scrooge recibe en Nochebuena la visita de los fantasmas de las navidades pasadas, presentes y futuras, que le muestran la felicidad que ya no tiene, la amargura de la actualidad y el horror del porvenir. Ante la perspectiva negra Scrooge recapacita y retorna a la senda de la generosidad, pero siempre quedará la duda de si se trata de un impulso sincero o de simple conveniencia. En esa duplicidad radica la genialidad del relato de Dickens que acaba de reeditar la editorial Bärenhaus. La culpa también está presente en el cuento «El regalo de los magos», de estadounidense O. Henry, pero ahí el humor se convierte en ironía para transformarla en farsa, aunque tampoco consigue escaparle al pegote de las buenas intenciones.
Maestro de la elegancia, Truman Capote también transitó la Navidad de forma literaria con su cuento «Un recuerdo navideño». Su versión del humor es mucho más fina, menos obvia que en los casos anteriores. Y la culpa brilla por su ausencia, aunque el relato está cargado de melancolía: será que en la literatura realmente no hay lugar para navidades donde la felicidad es plena. Narrado como un recuerdo de infancia, un chico de siete años rememora su amistad con una prima de más de 60, ofreciendo un detallado itinerario de sus actividades durante el mes previo a la celebración. Sin mencionarlo nunca, Capote consigue transmitir que, aun siendo una vieja, aquella mujer adorada por el narrador conserva la conducta infantil de quien tiene la incapacidad de madurar, al punto de que es difícil imaginar a los protagonistas sino como dos niños, a pesar de que el autor deja claro que ella no lo es. El chico es enviado a una escuela lejos, los mejores amigos dejan de verse y él crece sabiendo de ella sólo por sus cartas. Sin ser triste, el final es amargo y confirma que quizá no haya momento más oportuno que la Navidad para añorar lo que ya no es o extrañar a los que ya no están, y que tal vez la última felicidad auténtica efectivamente se quedó en la infancia. Debe ser por eso que para los escritores la Navidad siempre es una porquería. «
El principal partido opositor se prepara para las sesiones extraordinarias convocadas por Milei. La lectura…
Los analistas creen que en noviembre se dio el pico de los últimos meses y…
El 9 de diciembre de 1985, la Cámara Federal dio por probado el plan criminal…
La conducción de la UIA relativiza el cierre de plantas con el argumento de que…
En septiembre, el hijo del nuevo Señor 5 viajó con recursos de la SIDE a…
El documental de Ulises Rosell, "Presente continuo", acompaña el vínculo entre un joven con trastorno…
"El único objetivo de las denunciantes es que no siga victimizando", dijo la abogada Perugino…
La Casa Blanca presentó la Estrategia de Seguridad Nacional 2025 con un detalle de la…
Argentina gasta 301 millones de dólares para comprar 24 F16 de fabricación estadounidense que Dinamarca…
Como Diego en 1994, Leo jugará su última Copa en Estados Unidos en 2026. Los…
Casi en espejo con la situación en Diputados, la cohesión de la bancada del PRO…
El presidente dejó de lado la confrontación y habilitó a sus funcionarios a conceder pedidos…