Una aventura que va por los 42 años

Por: Víctor Hugo Morales

Allí está Diego Armando Maradona haciendo pensar a 70 mil argentinos que están en la cancha de Boca, qué lindo es levantarse un domingo de mañana en Buenos Aires si de tarde juega Maradona. Va a tirar el penal. Se me ocurre que abajo y al parante derecho. O quizás fuerte para asegurar el primero de todos. Se lanza Maradona, goooooool. Diego Armando Maradona, el penal abajo. La soltó como una lágrima. La pelota se metió lentamente abajo sobre el parante izquierdo. Mientras Baley disimulaba juntando papelitos contra el parante derecho. Boca 1, Talleres 0. Maradona es el grito, es la explosión de júbilo en la Bombonera»

El 22 de febrero siempre será una fecha impresionante de mi vida. Debutar en el relato en Buenos Aires, transmitir a través de Radio El Mundo para el resto del país. Que estuviese Diego en la cancha. La Bombonera que se movía como si fuera de madera. El día verdaderamente espectacular. El miedo a defraudar.

Un periodista de un diario importante de Montevideo me acompañó para hacer una cobertura de ese debut. El viaje al estadio. Uno se va quedando sin postales de su vida a medida que pasa el tiempo. Pero la del 22 de febrero de ese 1981 jamás se borra.

Siempre me preguntan cómo fue ese paso. Si en Montevideo era Gardel, para qué semejante desafío. Me habían ofrecido un contrato por sólo un año y corría el riesgo de quedarme sin nada. Ni allá ni acá. Y, encima, yo pensaba que «un año pasa demasiado rápido para hacer base». Tenía un poco de culpa por los riesgos que asumía, con el agregado que en ellos también embarcaba a la familia.

Aunque el asunto se depejaría 32 años después cuando aparecieron los archivos de la dictadura uruguaya sobre mi persona. Mi sensación siempre fue la de un hombre observado. Se acercaba alguno, amistosamente quizás, con el nexo con el periodismo. Pero el ejercicio de la profesión me mostraba como alguien que no congeniaba para nada con ese gobierno del Uruguay. Así fue que los archivos de Inteligencia del Ejército hacían referencia a haberle dado micrófono a los exiliados en Venezuela en ocasión de una trasmisión de un partido; también de haber hecho campaña para los Juegos Olímpicos comunistas del ’80 en Moscú; de haber organizado actos a favor de un gran enemigo de la dictadura, el periodista Germán Araujo. Me veían como una figura de futuro político y me denunciaban hasta como colaborador de la revista de un espía ruso. Yo no sabía, por entonces, lo que escribían sobre mí, lo vi décadas después. Pero tenía la sensación de ser mal visto. Y, en efecto, era así. En cada ocasión que hablaba con un amigo, un coronel de apellido Grosso, siempre había una mención con el famoso «cuidate».

Entonces, decidí venir a Buenos Aires. Estaba en la cárcel. Fueron 27 días preso por una pelea en la que participé, en un partido de futbol, aunque en realidad se trataba de un pase de factura por la campaña de los JJOO. Adrián Paenza y Fernando Niembro fueron a visitarme a la cárcel y me vieron muy inseguro con lo que estaba sucediendo. De ese modo, preso, se ve la vida con mucha bronca y cuando me preguntaron si me vendría a Buenos Aires les dije de inmediato «Me voy mañana».

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Así que ahí estaba.

En la Bombonera y con Diego Armando Maradona en la cancha. El relato transcripto en el comienzo fue una especie de bautismo. Lo de los conejos de la galera, lo lindo de vivir en Buenos Aires, si de tarde juega Maradona, y el penal soltando la pelota como una lágrima. De ese particular modo, Diego me daba el primer empujón en ese hito decisivo de mi carrera. El inmenso desafío de decir algo como la gente frente a su genio, correr detrás de las metáforas imposibles que su arte sugiere serían una aventura para el resto de mi vida de relator.

Nacía una relación a distancia, de «usted», que se hizo muy fuerte en la convivencia de los mundiales del 2014 y el 2018.

Ese 22 de febrero, era bautizado directamente por el Dios del Fútbol, en un estadio argentino, y eso sería para siempre. Hasta que, casi 42 años después, Lionel Messi cerraría el círculo de mi vida de relator. Aunque siga despuntando el vicio con mis jóvenes amigos de la Plataforma Relatores, aunque aún relato como un pibe, al menos con las ganas de un muchacho, en diciembre pasado culminó esa larga vida de narrador que alcanzaba su primer relumbrón aquella tarde de febrero.

Diego, Diegol, Diego Armando Maradona, como se dijo en tantos goles inolvidables, nombre pronunciado como en un rezo, una plegaria, una elevación al cielo trepando por la luz de su genio. Si 42 escalones son unos cuantos, piensen cuántos habré recorrido en eso años. Y en cada peldaño, una ayudita de Diego.

Un mes y medio más tarde de aquella primera transmisión, el 10 de abril, otra vez fue Diego, y aquel gol contra River despanzurrando por el piso a Fillol y Tarantini, luego de tomar un centro de Cacho Cordoba entrando por la derecha. Y por primera vez, un diario, El Popular, ofreciéndome el reconocimiento de poner el TA-TA-TA en la portada.

Gracias a Diego, aflojaban los temores. Y podía caminar por Buenos Aires como si yo también ya fuera parte de la ciudad y sus sueños.

La vida quiso que relatara todo lo que a nivel mundial ganó la Argentina. El 78, el 86, el oro olímpico y el 2022. Sin despreciar los vice campeonatos del ’90 y el 2014. Y, por supuesto, sin olvidar el Mundialito de Uruguay que fue la despedida de mi país. También el Juvenil del 79 en Japon.

Pero de todas esas fechas, a las que podría sumar decenas de historias de Copas de América e Intercontinentales, la primera que invariablemente rescato es la del 22 de febrero.

«Toma la pelota Diego… toca con Brindisi. Engancha y sigue Diego… Ahí va Maradona… Genio, genio, genio…».

Y uno estaba ahí, diciéndolo.

Gracias, vida. No me debés nada.

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