Designado en diciembre, Alberto Manguel asumió plenamente su cargo a principios de este mes. La institución que dirige no es ajena a los conflictos políticos que atraviesan al país.
Estos talleres de bibliotecología también continuarán y se multiplicarán. Extenderemos estos talleres a varias provincias.
La afirmación en Página/12 es, como dice Borges al final de «Emma Zunz», una historia creíble: «solo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios». Cuando yo llegué el miércoles 21 de junio a la madrugada de Nueva York traía conmigo el manuscrito de Pierre Menard, autor del Quijote que me había sido prestado por un librero norteamericano y que la Biblioteca tuvo que asegurar por medio millón de dólares. Obviamente, la compañía de seguros exigió que yo fuese acompañado por agentes de seguridad (no «custodios de traje») en mi recorrido de Ezeiza a la Biblioteca. Los dos «gendarmes de uniforme» con » el arma a la vista colgada del cinturón» fueron enviados un mes antes de mi llegada a la Biblioteca por el juez encargado del asunto Báez cuando los libros de este fueron incautados y el juez ordenó que alrededor de 400 volúmenes, entre ellos primeras ediciones impresas de la Comedia de Dante y otras obras de extraordinario valor, fuesen enviadas a la Biblioteca para su preservación. Los gendarmes armados por cierto estaban allí pero yo no, al menos no de cuerpo presente, pero sí en espíritu curioso. El director de la Biblioteca Nacional está obligado a acatar la disposición de un juez y recibir los libros que le envían, aunque estos provengan de manos inocentes o de la peor especie de crápula.
«El amor a las bibliotecas hay que aprenderlo» por Alberto Manguel
Las bibliotecas, ya sea la mía o las que comparto con una mayor cantidad de lectores, siempre me han parecido lugares gratamente disparatados, y hasta donde alcanza mi memoria siempre me ha seducido su lógica laberíntica, la cual sugiere que la razón (sino el arte) gobierna una acumulación cacofónica de libros. Siento el placer de la aventura cuando me pierdo entre estantes atestados de volúmenes con la seguridad supersticiosa de que una jerarquía de letras o de números me conducirá algún día al destino prometido. Durante largo tiempo los libros han sido instrumentos de las artes adivinatorias. «Una gran biblioteca» observa Northrop Frye en uno de sus muchos cuadernos de notas, «posee realmente el don de lenguas y un gran potencial para la comunicación telepática.»
Bajo el influjo de tan agradables ilusiones me he pasado medio siglo coleccionando libros. Ellos, inmensamente generosos, no han exigido nada de mí, sino que me han ofrecido todo tipo de revelaciones. «Mi biblioteca escribió Petrarca a un amigo no es inculta aunque pertenezca a un inculto.» Como los de Petrarca, mis libros saben infinitamente más que yo y les agradezco que incluso toleren mi presencia. A veces creo abusar de ese privilegio.
El amor a las bibliotecas, como la mayor parte de los amores, hay que aprenderlo. El que entra por primera vez en una habitación hecha de libros no puede saber instintivamente cómo comportarse, qué se espera de él, qué se promete, qué se permite. Puede verse dominado por el horror a la acumulación o a la magnitud, al silencio, a la admonición burlona de que es mucho lo que ignora, a la vigilancia, y parte de esa sensación abrumadora puede seguir aferrada a él una vez aprendidos los rituales y las convenciones, una vez cartografiado el territorio, una vez comprobada la actitud amistosa de los nativos.
Con la temeridad de la juventud, mientras mis amigos soñaban con hechos heroicos en el campo de la ingeniería o el derecho, las finanzas o la política nacional, yo soñaba con llegar a ser bibliotecario. La inercia y una mal reprimida afición a los viajes decidieron otra cosa. Hoy, sin embargo, cumplidos los cincuenta y seis años («la edad» como afirma Dostoyevski en El idiota, «a la cual puede decirse con razón que comienza la verdadera vida»), he vuelto a ese temprano ideal y, aunque no puedo decir que sea propiamente bibliotecario, vivo entre estanterías cada vez más numerosas cuyos límites comienzan a desdibujarse o a coincidir con los de mi casa.
Fragmento del prólogo del libro La biblioteca de noche
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