Violencias

Por: Mónica López Ocón

Es posible que el mapa mortuorio de las carnicerías haya calado más hondo de lo que se piensa.

Antes de que la escolarización desplegara ante nuestros ojos el gran mapa entelado de la Argentina, muchos chicos conocimos el mapa sangriento de los cortes de la vaca que solía presidir el mostrador de las carnicerías barriales. Era una pieza casi burocráticamente obligatoria como la bandera nacional en los despachos oficiales. De este modo la carnicería adquiría de manera tácita el carácter de Ministerio de la Muerte.  Si el carnicero era prolijo y dedicado, un intenso olor a lavandina se imponía triunfal sobre el olor de la sangre y los azulejos blancos y el mármol blanco del mostrador brillaban impolutos como los de un quirófano o una sala de autopsias.

Los trozos de la vaca exhibidos respondían obedientemente a los dictados de la cartografía mortuoria que mostraba las provincias del animal, solo que a partir de los pedidos de los clientes aquellos estados provinciales se iban independizando como si el  descuartizamiento fuera un justo y ancestral reclamo separatista.  A nadie parecía llamarle la atención. Por el contrario, había cierta alegría turística en llevarse a casa aquellas provincias que no se llamaban Córdoba, Jujuy, Salta o Río Negro, sino Matambre, Cuadril, Paleta o Cuadrada. Como en la propia Argentina, también había estados provinciales pobres como Osobuco y ricamente capitalinos como Peceto. Y no podía ser de otra manera, porque los cortes de carne tienen carácter nacional. No se desposta de la misma forma una vaca en Francia que en la Argentina.

Los carniceros eran y siguen siendo hombres y también son y siguen siendo, en su mayoría, hombres los encargados de preparar el asadito del domingo. En este caso el diminutivo no indica un asado chiquito. Es más bien una estrategia lingüística para disimular con ternura el acto de matanza. El asadito va regado con vino tinto que, en el ámbito de la misa, según dicen, es la sangre de Cristo. En este país, parece, la sangre fluye con demasiada facilidad.

El 21 de este mes, un grupo de trabajadores de un frigorífico de Monte Grande atacó a golpes a activistas del grupo Verdad Animal que hacían una vigilia en la puerta. El único objetivo que perseguían, según declararon los activistas, era darles el último adiós a las vacas y dejar registrom a través de fotos y videos, la llegada de los animales al lugar en que serían faenados. Esta es una práctica común de los veganos no solo en la Argentina, sino en el resto del mundo. Resultó indignante ver cómo un trabajador golpeaba a un activista caído al mejor estilo policial. Seguramente, quien estaba en el piso por reclamar por los derechos animales, también era un trabajador. En la deplorable actitud de los obreros del frigorífico queda al descubierto una evidente reacción machirula, paradójicamente, la misma, salvando las distancias, que la de los matones de quien fuera ministro de Agroindustria durante del gobierno de Macri. Según parece, reclamar por los derechos animales no es de macho. A esto se suma una evidente falta de conciencia de clase porque las penas son de los trabajadores, pero las vaquitas son ajenas.

Esta vez, la progresía no se rasgó las vestiduras, porque todavía a muchos progres la defensa de los derechos animales les parece una causa sensiblera sin trasfondo político, aunque aseguren que todo acto lo es.  Incluso, cierta tilinguería progre –tilingos hay en todas partes- se ríe de la expresión “persona no humana” para definir a un animal y acuña términos como vegetaradas y vegetarados para denominar a quienes no comen carne.  Sería muy recomendable que leyeran La Pachamama y el humano, un libro de Eugerio Zaffaroni prologado por Osvaldo Bayer y publicado por Ediciones Madres de Plaza de Mayo.

Es posible que el mapa mortuorio de las carnicerías haya calado más hondo de lo que se piensa. ¿Acaso no ha sido “La vaca” la composición que debieron redactar varias generaciones de argentinos? ¿No salió a defender “al campo” en tiempos de Cristina gente que sólo vio la tierra en una maceta y creyó que las vacas vuelan porque vio volar en su balcón a una vaquita de San Antonio? ¿No hay quien sigue reclamando como destino para nuestro país que seamos el granero del mundo? ¿Y no hay quien sostiene que el campo es el motor de la economía?

Lo cierto es que hay un tipo de violencia que se ha naturalizado a tal punto que hay quienes no la reconocen como tal, sino que, por el contrario, la toman como una tradición que deber ser preservada. Es así que exponen en vitrinas espuelas de plata como si fueran joyas artesanales y no como lo que son: instrumentos de tortura animal, doman potros a golpes de rebenque, marcan el ganado a fuego y utilizan picanas eléctricas para el arreo que pueden comprarse a precio módico y sin pudor en Mercado Libre.

Oculta, irreconocible, la violencia está en todas partes. Dice Manuel Vázquez en Contra los gourmets: “La cocina es una metáfora ejemplar de la hipocresía de la cultura. El llamado arte culinario se basa en un asesinato previo, con toda clase de alevosías.” Su conclusión es terminante y tristísima: “No hay vida sin crueldad. No hay historia sin dolor.” Sin embargo, no deberíamos resignarnos.

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