
Y sin embargo, pese a la indiscutible consistencia de los argumentos reacios a hablar de “economía de guerra, se me hace muy difícil pensar que existe alguna otra forma de avanzar con la celeridad que requiere la pandemia hacia las medidas extraordinarias que habrá que tomar. Solo puede haber “economía de guerra”, que implica poner de inmediato todas las palancas de la economía -pública y privada- al servicio del Estado con el único fin de evitar el mayor número posible de muertos y aliviar la situación económica del conjunto de la población, si previamente se ha aceptado un marco mental de “guerra”, por desagradable -y hasta peligroso- que esto sea. La decisión de Inditex, la mayor textil del mundo, de reorganizarse internamente para empezar a producir también batas sanitarias y mascarillas, que empiezan a escasear, es el mejor ejemplo que tenemos hasta ahora de qué es una economía de guerra y por qué es crucial construirla, pese a todos los peligros que comporta.
Una economía de guerra es mucho más que una inyección masiva de dinero. Y es mucho más también que hacer frente a una gran catástrofe, por definición acotada a un tiempo y a un lugar delimitados. El reto al que nos enfrentamos ahora solo es comparable al de la II Guerra Mundial porque la crisis es simultánea a todo el planeta, no sabemos cuánto va a durar -como mínimo hasta que funcione la vacuna- y, además, muy pronto va a empezar a escasear el equipamiento sanitario básico para hacerle frente -respiradores, mascarillas, camas en Unidades de Cuidados Intensivos, etc.- sin que nadie esté disponible para socorrernos porque todo el mundo está desbordado a la vez. Por tanto, no es que vaya a faltar dinero para comprar lo que necesitemos con urgencia, sino que no estará disponible el producto en cuestión: no queda otra, pues, que ponerse a producirlo sin mayor dilación si queremos salvar vidas.
En este marco mental de guerra, los conceptos económicos que sirven en tiempos de paz ya no valen: no importan ni la inflación, ni el déficit ni la deuda ni nada que no sea producir aceleradamente para salvar vidas y aliviar la pobreza de la población. Nuestro dilema es el mismo que tuvo el socialdemócrata Franklin D. Roosevelt en EEUU y el liberal Winston Churchill en Reino Unido durante la II Guerra Mundial: no destinaban sus energías a ayudar a que los fabricantes de coches aguantaran mejor el chaparrón, sino que los pusieron a producir carros blindados y todo tipo de material bélico que necesitaban para ganar la guerra.
El presidente francés, Emmanuel Macron, muy influido por Jacques Attali -el mítico exasesor de François Mitterrand- está ya involucrando en serio en este combate a los principales empresarios del país, que en lugar de pedir ayuda son ellos quienes ofrecen su ayuda al presidente para poner también sus fábricas al servicio de las necesidades de guerra.
En el capitalismo contemporáneo, este inmenso salto conceptual solo es verosímil en un marco mental de economía de guerra. Cuando hay inyecciones masivas de liquidez, los empresarios ponen la mano -y menos mal- para tratar de evitar quebrar. Cuando hay grandes catástrofes, quizá pueden hacer incluso alguna donación. Pero cuando hay una “guerra”, a los empresarios no les queda más alternativa que ponerse a las órdenes del presidente con un solo objetivo compartido: ganar la guerra.
La mayoría de políticos y los que ponen el foco en la reconstrucción parecen dar por hecho que saldremos de esta, pero la realidad es que todavía estamos muy lejos de ganárnoslo. La guerra es un concepto abominable, pero la economía de guerra quizá nos puede ayudar a lograrlo. Esperemos que por última vez
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