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In Utero. Aprendí a nadar en la panza de mi vieja. Consagrada docente, la mejor nadadora. Me contaron que era todo un espectáculo verla nadar a principios de los años setenta. Andrea volaba en mariposa. Ganó unas cuantas medallas. Por unos poquitos segundos del tirano cronómetro, mi mamá tuvo que ver Múnich ’72 en la tele blanco y negro de la casa de Ramos Mejía. Esos Juegos Olímpicos se tiñeron de rojo shocking. Fueron noticia por la masacre que sufrió la delegación de Israel en una toma de rehenes del comando Septiembre Negro, vinculado a la Organización para la Liberación de Palestina (OLP). La mayor tragedia de la historia de los JJ OO, con once atletas y entrenadores israelíes fusilados por los milicos alemanes en el “operativo de rescate”. La sombra de esos crímenes llega hasta el presente: el genocidio en Gaza y Cisjordania sigue con otros victimarios. Mark Spitz, un nadador californiano de origen judío, fue la estrella distante en lo deportivo. El “Tiburón” se comió el medallero: siete preseas doradas con sus respectivos récords mundiales. En la casa de mis abuelos había un póster de este Aquaman fibroso y bigotudo. Una suerte de santuario al que me invocaba cada vez que entraba a la pileta. En ese rectángulo de fibra de vidrio hundido en el jardín, custodiado por rosales, jazmines y agapantos, tuve mi bautismo de agua. Cada vez que entro a una pileta, siento que vuelvo ahí. A la pileta del Nonno, al convento de San Spitz, a la panza de mi vieja. Nevermind.
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¡Pato al agua! Les cuento que me empapé de cultura natatoria para escribir esta crónica. Mientras nado, repaso mentalmente la pesquisa. “Meditación activa”, me dijo Alejandro, mi psicólogo, otro nadador avezado. Estilo libre.
Cuatro brazadas y una bocanada. Entonces llego a la orilla del Génesis, cuando la Tierra era un ojo de agua. Después pataleo hasta Grecia, donde chapotea Heráclito, que no sabe nada, pero sabe todo, se baña en el río que siempre fluye y descubre –baldazo de agua fría- que no lo rodea sólo líquido, sino el acontecer. Nadamos juntos, luego existimos.
Cuatro brazadas, otra bocanada. Hace poco un amigo me contó el mito de Hero y Leandro. Una historia de amor y natación. Ella, sacerdotisa de Afrodita, vivía en una torre en Sesto, en el extremo del Helesponto, actual Dardanelos. El pibe, al otro lado del estrecho. Se adoraban. Sus viejos les prohibieron verse. ¿Puede el agua apagar tanto fuego? Leandro nadaba todas las noches hasta la casa de su chica, guiado por la antorcha que encendía en la torre Hero, su faro. Amor vincit omnia. Pero una noche de tormenta, el fuego se apagó y el muchacho fue devorado por las olas. Al ver que el mar escupió el cuerpo sin vida de su amante, Hero saltó a la fosa marina como una clavadista. Maldito Neptuno que se ensaña con los enamorados y no con las flotas guerreras y mercantes. Cuentan que Lord Byron -poeta rengo en la tierra y pez en el agua- intentó desmitificar el mito. Primer gran nadador de la modernidad, con un amigo cruzó a nado el viejo Helesponto. Agotado pero canchero, se comparó con el héroe Leandro en un poema: “Él perdió su vitalidad y yo mi buen humor”. En otro, Byron se tatúa: “Las olas reconocen a su maestro”.
Cuatro brazadas, una bocanada. Vuelta americana. El cuento “El nadador” de Cheever es una perla que crece en las sucias profundidades de las piscinas gringas de la Costa Este. La deriva líquida –natación y alcohol- de Neddy Merrill –Burt Lancaster en la peli-: el caballero que quiere volver a su casa nadando todas las piletas del barrio. Sueño húmedo del american dream, devenido pesadilla a secas. El “Gran Splash” –o crac- desde el trampolín que pintó David Hockney. Creo que una vez me dormí nadando. Me despertó el golpe seco contra el borde. Esa frontera de mi patria. “Nada por la patria”, dice un grafiti anarquista que vi en Instagram hace unos días. ¿Tendrán confines mis océanos? Cuatro brazadas, una última bocanada.
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Llegué un rato después de las 11 a la pileta del Progresista. Me gusta evitar la rush hour de la primera mañana, “cuando los andariveles están congestionados como la Panamericana”, como dice Sergio, el guardavidas. Prefiero el tránsito parsimonioso y el silencio casi monástico que inunda la pileta al mediodía. El agua me abraza y contiene. Es una corriente que me lleva de viaje por los mares, los océanos, los ríos, las lagunas, los tanques australianos, las pelopinchos donde pude zambullirme. El Mar Argentino, el bravo Pacífico, el barroso Amazonas, el correntoso Iguazú, el apunado Titicaca, el verde Mediterráneo, et al. Hasta los cóndores de las playas desoladas de Bolivia Mar me vieron nadar crawl con poco estilo.
Crawl, así se titula un libro de Héctor Viel Temperley, el mayor poeta del parnaso natatorio argentino. Su lectura me la sugirió hace años Ariel Idez, escritor, nadador de aguas abiertas, guardavidas, amigo. Los poemas de Viel Temperley son de una belleza inconmensurable como los océanos. Leerlos son una experiencia religiosa. Ahora tengo que abandonarlos -el llamado del agua-, pero antes de zarpar les dejo acá en el borde de la pileta unos versos del poeta. Tírense de cabeza. “Soy el nadador, / Señor, sólo el hombre que nada. / Gracias doy a tus aguas porque en ellas mis brazos todavía / hacen ruido de alas.”
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Que hermosa nota,descripción maravillosa de lo que uno siente al nadar ,amo nadar ,soy persona con discapacidad motriz ,nadar me permitió llegar al otro lado ,tocar el borde de una pileta ,sin esfuerzo,sin obstáculos, hacerme fuerte ,nadar en el mar me dio el placer de hacer la plancha y mecerme con sus olas como si me estuvieran acunando .Gracias buscaré los poemas los desconocía