La escritora falleció el jueves a los 81 años en su propio departamento. Su obra la convirtió en una de las cuentistas más importantes de la literatura argentina.
Pero no solamente fueron todos los diarios y portales de noticias del país los que desde entonces se hicieron eco del anuncio, sino que también las redes sociales se poblaron de lamentos, de homenajes y memorias que tienen a Hebe como protagonista. Como si todos los lectores del mundo tuvieran algo para decir, contar o recordar acerca de la experiencia de atravesar (o ser atravesados por) su obra y la imperiosa necesidad de compartirlo en público.
Es difícil recordar el fallecimiento de un escritor que haya provocado tal cantidad de despedidas. Y eso que en los últimos dos años se murieron muchos y muy populares, como Alberto Laiseca, Andrés Rivera, Ricardo Piglia, Abelardo Castillo. Todas sus muertes provocaron tristeza, a todos se los admiraba y aún hoy se lamentan sus ausencias. Pero a ninguno se le dijo adiós tantas veces como a Hebe.
¿Qué es lo que hay en su literatura, lo que habita en sus cuentos de maestras toscas pero sensibles, en sus crónicas de pueblitos cándidos edificados a la vera de la realidad, que pueda servir para explicar un fenómeno así? ¿Por qué todos los que la leyeron, y mucho más quienes la conocieron en persona aunque sea de manera profesional, sienten por su figura lo mismo que se siente por una tía o una abuela? Será tal vez porque sus relatos, tanto los de ficción como las crónicas, consiguen generar la sensación placentera de estar siendo arrastrado a un mundo muy parecido a la realidad pero maravilloso, que de manera invariable evoca la experiencia de escuchar un cuento a la hora de dormir. Y aunque es cierto que los suyos no son precisamente infantiles, sin embargo podría pensarse que Hebe dedicó toda su vida de escritora a contarles cuentos a chicos que no pudieron evitar volverse grandes. Quizá porque antes de eso ya había consagrado su juventud a los niños de verdad a través del oficio de la docencia –que ejerció en muchas escuelas de Moreno, el barrio donde nació en 1936– y escribir fue la mejor forma que encontró para mantenerse cerca de sus alumnos. Para seguir acompañándolos en el camino oscuro y resbaloso de dejar atrás la infancia.
Pero no son los lectores los únicos deudos de Hebe: también están los que participaron de los talleres literarios que daba en el living comedor de su departamento. Alumnos devotos que aprendían las herramientas de la buena escritura mientras tomaban la merienda que la propia escritora servía en tacitas de porcelana blanca. Siempre té o café con leche acompañados de galletitas, como si ella no fuera la Maestra y los demás sus pupilos, sino una tía vieja con una legión de obedientes sobrinitas y sobrinitos que la escuchaban con atención. Era inevitable sentirse un nene de nuevo cuando se estaba con ella.
Con los periodistas pasaba exactamente lo mismo. Las citas para todas las entrevistas eran siempre en ese mismo comedor y ella servía el mismo té con galletitas, aunque a veces no hacía a tiempo de pasar por el supermercado y había que conformarse sólo con la infusión. Entonces Hebe respondía y los periodistas la escuchaban con gusto, ansiosos por hacer la próxima pregunta y ver qué tenía ella para decir de tal o cual cosa. Para los fotógrafos ese asunto era un problema, porque todas las fotos se hacían también ahí (o en el balcón, repleto de macetas y florcitas) y entonces todos los suplementos de cultura parecían iguales. Tanto así, que el comedor y el balcón de su departamento deben ser los más famosos de la literatura argentina. Sin embargo las fotos eran lo único que le importaba de las notas que le hacían, lo único que miraba cuando por fin se publicaban. Sólo para ver si había salido bien. Lo otro ni lo leía.
Murió Hebe Uhart. Escribió muchos libros, ganó algunos premios, es una de las cuentistas más grandes de la literatura argentina, que no es poco. Sí, ya es una noticia vieja, pero acá también nos queríamos despedir. «
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