Evadirse de la prisión sin cavar un túnel

Por: Mónica López Ocón

La escritura crea mundos donde refugiarse cuando no es posible salir del encierro. En esta nota, seis de los muchos escritores que construyeron universos paralelos para escapar de los muros de la cárcel sin violentar ningún cerrojo.

“La escritura abre y cauteriza al mismo tiempo las heridas”, afirma Juan José Millás. Quizá por esta razón tantos escritores escribieron y siguen escribiendo en espacios que distan mucho de constituir la escenografía perfecta de la creación literaria: una biblioteca enorme, un escritorio lleno de libros, un sillón confortable. Se dice que James Joyce escribió el Ulises en un rincón de la cocina de su casa. Mientras las ollas creaban nubes de vapor y su familia se sentaba a la mesa. Aun compartiendo el mismo espacio, él se encontraba en otra parte construyendo un mundo de palabras.  George Bernard Shaw lo hacía en una cabañita de madera construida en el fondo de su casa. «Las personas me molestan -decía-. Vengo aquí para esconderme de ellas”.

Marcel Proust escribió En busca del tiempo perdido en una habitación con las paredes forradas de corcho, ventanas de doble vidrio y persianas bajas para poder aislarse del mundo y encontrarse consigo mismo. Luisa Valenzuela dijo recientemente en una entrevista aparecida en Página/12 en que diversos escritores narraban de qué modo pasaban el encierro impuesto por la cuarentena: “Recuerdo tiempos muy lejanos cuando pensaba que el ideal era estar presa para no tener otra cosa que hacer más que escribir. Como si prisión y atroz no fueran sinónimos”.

Muchos escritores probaron en carne propia que la sinonimia marcada por Valenzuela es válida. Tan atroz es el encierro carcelario que decidieron escapar de allí de la única forma posible: escribiendo para cauterizar la herida. Las palabras pueden actuar como la lima escondida dentro del pan que tantas veces nos mostró el cine.

Miguel de Cervantes

 “Desocupado lector: sin juramento me podrás creer que quisiera que este libro, como hijo del entendimiento, fuera el más hermoso, el más gallardo y más discreto que pudiera imaginarse. Pero no he podido yo contravenir al orden de naturaleza; que en ella cada cosa engendra su semejante. Y así, ¿qué podía engendrar el estéril y mal cultivado ingenio mío, sino la historia de un hijo seco, avellanado, antojadizo y lleno de pensamientos varios y nunca imaginados de otro alguno, bien como quien se engendró en una cárcel, donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido hace su habitación? El sosiego, el lugar apacible, la amenidad de los campos, la serenidad de los cielos, el murmurar de las fuentes, la quietud del espíritu son grande parte para que las musas más estériles se muestren fecundas y ofrezcan partos al mundo que le colmen de maravilla y de contento”. Estas son las palabras con que Miguel de Cervantes o más bien, su alter ego literario, dice en el comienzo del prólogo de Don Quijote de la Mancha.



Pero su propia obra se encarga de desmentirlo. El esbozo de Don Quijote o quizá la primera parte del libro fue engendrada en una cárcel y no en el “lugar apacible” donde “las musas más estériles” se vuelven “fecundas”. La cárcel donde se engendró su obra máxima estaba ubicada en Sevilla, más precisamente en la confluencia de las calles Sierpes y Entrecárceles. El nombre de esta última obedecía a que allí, apenas en un recorrido de 65 metros, se encontraban la Real Audiencia y la Cárcel Real. De un calabozo de esta última, donde fue alojado en 1597, se fugó Cervantes montado en Rocinante para seguir las aventuras de Don Quijote por “la manchega llanura”. La imaginación es una fuga asegurada que ningún carcelero puede impedir.

Hoy, en el lugar donde fue a dar el autor del Quijote acusado de quedarse con parte de los ingresos que se encargaba de recaudar, hay una placa y una estatua que lo recuerdan a modo de tardía justicia poética, siglos después de su muerte. 

En Cervantes, la prisión parece haber sido un destino tan claro como la escritura. También su padre conoció el rigor de la cárcel y él mismo, en 1571, luego de luchar en la batalla de Lepanto, que enfrentó a turcos y cristianos, perdió un brazo y su libertad. Debió esperar hasta 1580 para que su familia lograra recaudar los 500 maravedíes de oro que sus captores exigían como rescate.

Como su personaje, al que enloquecieron los libros de caballería, Cervantes fue un lector compulsivo, a tal punto que levantaba papeles rotos de la calle con tal de leer algo y no entrar en síndrome de abstinencia. También fue un escritor compulsivo capaz de escribir en cualquier parte, incluida la cárcel. La literatura, tanto la que se lee como la que se escribe, puede ser una forma de abrir cerrojos.

Antonio Gramsci

Veinte años, cuatro meses y cinco días de reclusión. Esa fue la pena que el fascismo le impuso al líder y teórico político Antonio Gramsci en 1926 por “insubordinación ante los poderes del Estado”. En la prisión escribió 2848 páginas de notas en 33 cuadernos y más de 500 cartas a algún amigo, a su esposa Julia, a su cuñada Tatiana, a su madre, a su hermano Carlo y a sus hijos Delio y Julián. Ese material, sacado de la cárcel por su cuñada, fue editado como Cuadernos de la cárcel y Cartas de la cárcel. Aunque ya había escrito antes de ser condenado, fueron sus Cuadernos de la cárcel los que terminaron de definir su identidad de teórico lúcido y comprometido. Cuando murió, once años después de ser condenado, tenía apenas 46 años.



Ese tiempo le alcanzó para ser uno de los fundadores del Partido Comunista Italiano, desempeñarse como su secretario general, también para disentir con él en muchos aspectos y para convertirse en uno de los mayores intelectuales del siglo XX. Además, para ejercer la paternidad desde la lejanía y guiar a sus hijos por el camino del conocimiento. “Yo creo que te gusta la historia como me gustaba a mí cuando tenía tu edad –le escribe a su hijo Delio-, porque se refiere a los hombres vivos, y todo lo que se refiere a los hombres, a cuantos más hombres sea posible, a todos los hombres de mundo en cuanto se unen entre sí en sociedad y trabajan y luchan y se mejoran a sí mismos, no puede dejar de gustarte más que nada”.

Miguel Hernández

“Soy pastor de cabras desde mi niñez –escribió Miguel Hernández en 1931 en una carta a Juan Ramón Jiménez-. Y estoy contento con serlo, porque habiendo nacido en casa pobre, pudo mi padre darme otro oficio y me dio este que fue de dioses paganos y héroes bíblicos. Como le he dicho, creo ser un poco poeta”. Lejos estaba de sospechar que realizaría un largo periplo por las cárceles del franquismo, donde dejaría su vida, pero no su oficio de poeta. Sevilla, Madrid, Orihuela, Valencia, Albacete y Alicante, donde moriría en 1942, cuando aún no había cumplido 32 años, enfermo de tuberculosis, de hambre y de injusticia.




La poesía fue la única posibilidad de fuga de su encierro. En la prisión escribió gran parte de su obra y la que se considera una de las mayores poesías de la lengua castellana: Nanas de la cebolla, originada por una carta de su esposa, Josefina Manresa, en la que le contaba que sólo tenía para comer pan y cebolla, mientras alimentaba a su hijo recién nacido. Además escribió cuatro cuentos infantiles dedicados a él y muchas cartas que le estaban destinadas, aunque él no tuviera la edad para leerlas: «Manolillo de mi alma –dice en una de ellas-; sabrás que hoy has cumplido tu primer año, y que tu padre te felicita como puede, desde tan lejos. Puesto que ya andas, ven aquí conmigo y aprenderás a ser hombre en la cárcel, donde tantos hombres desaprenden. Me dice tu madre que no te gusta mucho el juguete que te he mandado y que te gusta más el biberón. Mejor. A mí me pasaría lo mismo».

Marco Polo

En 1271, cuando el mundo parecía mucho más grande que hoy porque no era fácil recorrerlo, el joven Marco Polo partió de Venecia, la ciudad en la que había nacido, para realizar un viaje a través de Asia y llegar a la corte de Kublai Khan, en China. Ya de regreso en Venecia, en 1295 la ciudad entra en guerra con la República de Génova y en medio de ese conflicto fue encarcelado por los genoveses. Fue liberado recién en 1299, pero de no haber padecido los sufrimientos del encierro, quizá no habría quedado de él memoria alguna. En 1298 conoce en la cárcel a Rustichello de Pisa a quien, según se dice, le habría narrado o dictado sus fabulosos viajes que terminaron por constituir El Libro de las Maravillas del Mundo. Es difícil discernir cuánto de verdad y cuánto de leyenda hay en esta historia, pero como suele decirse “si non e vero e ben trovato”.



El libro comienza diciendo: “Señores emperadores, reyes, duques y marqueses, condes, hijosdalgo y burgueses y gentes que deseáis saber las diferentes generaciones humanas y las diversidades de las regiones del mundo, tomad este libro y mandad que os lo lean, y encontraréis en él todas las grandes maravillas y curiosidades de la gran Armenia y de la Persia, de los tártaros y de la India y varias otras provincias; así os lo expondrá nuestro libro y os lo explicará clara y ordenadamente como lo cuenta Marco Polo, sabio y noble ciudadano de Venecia, tal como lo vieron sus mortales ojos”.

Si el lector de esta nota no tiene cerca a nadie para ordenarle que lea, bien puede hacerlo por cuenta propia. Es una manera fantástica de recorrer el mundo en cuarentena sin correr riegos y con ojos recién estrenados dispuestos al asombro.

Oscar Wilde

“Quiero empezar por decirte que me hago terribles reproches. Sí, ahora, aquí sentado en esta celda lóbrega, vestido con este traje de presidiario, ahora, que soy un hombre deshonrado, aniquilado, me hago terribles reproches.” Estas palabras pertenecen a De profundis, una larga carta que escribió en la cárcel. Está dirigida a quien fuera su amante, Sir Alfred Douglas. Su “delito” había sido, precisamente, atreverse a amarlo. El escándalo estalló en 1895, cuando Oscar Wilde era un escritor admirado que brillaba en los círculos literarios. Hasta entonces, había llevado una doble vida. Estaba casado con Constance Lloyd y tenía dos hijos. Había conocido a Alfred en 1891, cuando este tenía 22 años y él, 38. Enterado el padre de Alfred de la relación que Wilde tenía con su hijo, lo demandó públicamente por “sodomía” y debió enfrentar un proceso oprobioso que fue la antesala de la cárcel.  


No volvió a sentirse libre aun cuando salió en libertad. La prisión se le había metido dentro y ni siquiera pudo liberarse de ella cuando, nuevamente libre, escribió el poema Balada de la cárcel de Reading, basado en el recuerdo del ahorcamiento de un prisionero. No era el mismo luego de dos años de trabajos forzados y penurias. Sólo la carta dirigida a su amante le brindó algún consuelo en medio de una situación en la que era difícil hallar alguno. Se reencontró con Alfred y vivieron algunos meses en París, pero ya Wilde se sentía acabado. Su esposa le había prohibido ver a sus hijos y su reputación estaba destrozada. Sus dos textos carcelarios no le permitieron salir de la única prisión inexpugnable que es la reclusión a la que se condena uno mismo.

Alexander Solzhenitsyn

Condenado a ocho años de prisión por ser crítico del stalinismo, más tarde deportado a Alemania y privado de la nacionalidad rusa, Alexander Solzhenitsyn encontró en la restricción de su libertad, material para su escritura. En 1970 recibió el Premio Nobel.




Integra una larguísima lista de escritores que lograron traspasar los muros de la prisión. Es cierto que la libertad es el bien más preciado. Pero no es menos cierto que en las peores circunstancias la escritura puede ser un acto de rebeldía reparador.

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