El fútbol argentino, como la NBA, tiene sus Floyd, los que no llegaron, agujereados por la violencia estatal. Y con ellos tiene una deuda: que los que llegaron levanten la voz.
Salió en su apoyo otra figura de los Warriors, Kevin Durant: “Eso (de Ingraham) es racismo”. Lebron nunca se calló. Es el deportista de élite más activo en reclamar justicia por George Floyd, el joven negro asesinado por policías en Minneapolis. Lebron reivindicó primero a Colin Kaepernick, el jugador de fútbol americano que se arrodillaba ante el himno por la vergüenza que le producía un país que perseguía a su pueblo. Kaepernick, mariscal de campo de San Francisco 49ers, quedó libre y no jugó nunca más en la NFL. Ninguna patronal lo volvió a contratar. Pero su gesto se convirtió en símbolo. Lebron amplifica ahora el reclamo por Floyd, igual que otros jugadores de la NBA. Jaylen Brown, escolta de Boston Celtic, estuvo en las protestas. Floyd también quería jugar en la NBA. En la secundaria practicó fútbol americano y en la universidad jugaba al básquet. Pero no llegó, no pudo seguir pagándose los estudios.
“Es importante que nosotros como atletas sigamos usando nuestra plataforma, tenemos que defender lo que creemos”, dijo Lebron. No es una cita reciente, es de los días en los que Trump recién era una amenaza. “No importa cuánto dinero tengas, no importa cuán famoso seas, no importa cuántas personas te admiren, ser negro en Estados Unidos es difícil -siguió Lebron-. Tenemos un largo camino por recorrer para nosotros como sociedad y para nosotros como afroamericanos hasta que nos sintamos igual en Estados Unidos”.
Ese discurso se escribe en la tradición de lucha de deportistas como Muhammad Ali, como Kareem Abdul-Jabbar, como Kaepernick. Todos resistieron -resisten- a lo mismo: un sistema de segregación, el que asesinó a Floyd. Ellos fueron los que llegaron, los que agujerearon ese sistema. Pero ellos, atletas de elites, campeones, con cuentas millonarias, también pudieron ser Floyd. Fueron Floyd, sufrieron la discriminación y el racismo. La reacción de Lebron, la de otros deportistas por estas horas en Estados Unidos, no es sólo por solidaridad. Hay un sentido de clase.
La reacción por el crimen de Floyd fue global. Deportistas argentinos se sumaron de manera genuina en sus redes sociales. Lionel Messi posteó en su cuenta de Instagram una imagen en negro con el hashtag #BlackOutTuesday. Muchos escribieron Black Lives Matter, las vidas negras importan. En la Argentina también hay persecución policial y muerte, violencia estatal. Acá, un policía federal mató por la espalda a Alan Maidana. Fue en Berazategui. Acá, cuatro jóvenes de la comunidad qom sufrieron abusos y torturas de la policía chaqueña. Acá, Luis Espinoza, un peón rural, fue asesinado por la policía tucumana.
La violencia institucional argentina tiene entre sus víctimas a los futbolistas que no llegaron. Los que no pudieron ser Messi, los que no pudieron ser Carlos Tevez, los que no pudieron ser Sergio Agüero. Y no pudieron porque no sobrevivieron. El fútbol argentino, como la NBA, tiene sus Floyd. Darío Coronel, el Guacho Cabañas, amigo de Tevez, se pegó un tiro acorralado por policías en Fuerte Apache. Jugó en Vélez y Argentinos. A Lautaro Bugatto, campeón con la Reserva de Banfield, lo asesinó el oficial bonaerense David Benítez. Maximiliano Maidana, de las inferiores de River, cayó por las balas policiales en El Talar, Tigre. Hugo Arce jugaba en San Telmo cuando un cabo de la Policía Federal lo acribilló en Gerli.
El sistema de apartheid que Lebron denuncia en su país con los negros, y que arrastra demasiados años, funciona a su modo y con sus lógicas en los barrios de la Argentina, en las comunidades marginadas, entre los que quedan colgados del pincel de la desigualdad social. Como Floyd, que no llegó a ser NBA, que tuvo que abandonar en el camino, que no podía respirar y que murió asesinado por un policía en Minneapolis, el fútbol argentino tiene a los que no llegaron. Y con ellos tiene una deuda, que los que llegaron levanten la voz. Que usen la plataforma, como dice Lebron. Que jueguen pero que no se callen.
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