El Padre Mugica, uno de los amigos que quiso enseñarle a leer y escribir a Corbatta

Fragmento de Corbatta. El wing, el libro del periodista de Tiempo, Alejandro Wall. Una minuciosa reconstrucción de la vida de un jugador diferente, autor de un gol mitólogico contra Chile en 1957 que sólo fue eclipsado por el barrilete cósmico de Maradona. Un ídolo de Racing, analfabeto y alcohólico, que se convirtió en fantasma. Murió en la indigencia, a los 55 años.

En esos encuentros de Parque Leloir, Corbatta conoció a Carlos Mugica, un cura hincha de Racing que a los 30 años trabajaba en los barrios populares y sería uno de los referentes en la Argentina de Movimiento de Sacerdotes por el Tercer Mundo. Mugica, que había crecido en una familia acomodada, se haría peronista, tendría fuertes vínculos con la militancia de esos años y sería asesinado en 1974 por la Alianza Anticomunista Argentina, la Triple A. 

—El padre Mugica se conocía de chico con mi papá porque había relación entre las familias. Ya de grande, lo casó y me bautizó a mí. Y además iban juntos a la cancha. El cura era muy futbolero y fanático de Racing. En un partido con Independiente una vez le gritaron «puto» y se agarró a trompadas en medio de la tribuna —recordó Augusto Rodríguez Larreta.

Eran los sesenta, con golpes militares, fusilamientos, gobiernos condicionados y peronismo proscripto. Mugica se acercó a los sectores de la resistencia a través de la Juventud de Acción Católica, uno de los embriones de lo que sería Montoneros. Su amigo Rodríguez Larreta, además de ser un hombre de negocios y cultivar el hedonismo, era economista y colaborador del radical Arturo Frondizi, presidente del país hasta su derrocamiento en marzo de 1962. Frondizi fundó por esos años —junto al dirigente Rogelio Frigerio— el Movimiento de Integración y Desarrollo (MID), un partido que coquetearía con Perón en el exilio y que sería la plataforma desde la que Rodríguez Larreta continuaría su carrera política.

Pero la lucha de clases y los asuntos del poder no le interesaban a Corbatta, que orbitaba ese universo tan extraño como un futbolista. Rodríguez Larreta tenía dos años más que él, y Mugica, el más grande de los tres, era seis años mayor que Corbatta. Y le admiraban algo que no tenían, el talento para jugar al fútbol. 

—Mi viejo decía que el gol más impresionante se lo había visto hacer a Corbatta. El gol a los chilenos en 1957 — recordó Augusto Rodríguez Larreta sobre el gol fantasma.

(…) Corbatta formaba parte de una de las pasiones más mundanas de Rodríguez Larreta y Mugica, el fútbol; era el ídolo, un tótem tímido y plebeyo. Si Rodríguez Larreta lo paseaba por los bares, lo acompañaba a terminar las noches en el cabaret Karim o lo invitaba a su quinta para que diera exhibiciones privadas entre sus amigos, Mugica también lo llevaba al Seminario de Villa Devoto para hacerlo jugar en partidos donde se mezclaban futbolistas y religiosos.

«Todos los jueves jugábamos al fútbol», le dijo el sacerdote Domingo Bresci, que estudió con Mugica, a la periodista María Sucarrat, autora de El inocente (Norma, 2010), una biografía del cura villero. «Hicimos un seleccionado del Seminario, y él trajo para hacer un partido con el equipo de Racing. Era, se diría hoy, el asesor espiritual del equipo. Tenía ese rasgo muy popular del tipo de la cancha, que iba y gritaba, y se volvía loco por el fútbol», agregó Bresci.

—Yo jugué con ellos en la quinta de Rodríguez Larreta y también en el Seminario —recordó Fernando Galmarini, dirigente peronista y amigo de Mugica—. Había otro cura tercermundista muy futbolero llamado Alejandro Mayol, un tipo que tocaba la guitarra y que después se casó. Y siempre iban jugadores de Racing, entre ellos Corbatta.

—El padre Mugica nos llevaba al Seminario —confirmó Mansilla—. Y Oreste iba con nosotros. El cura era wing izquierdo, jugaba muy bien.

(…) Horacio Rodríguez Larreta no sólo salía por las noches con Corbatta o lo invitaba a jugar en su quinta. También quiso educarlo, una tarea que le encargaría a su madre, Adela Leloir. Rodríguez Larreta convenció a Corbatta de que era necesario que supiera leer y escribir, y durante un tiempo el jugador visitó la casa de los Leloir para tomar clases. Pero tampoco duró demasiado como alumno.

—Mi papá me contó que mi abuela pretendió enseñarle pero que Corbatta era un reo, un bohemio, no quería saber nada con el tema — relató Augusto Rodríguez Larreta, el hijo de Horacio.

El padre Carlos Mugica también avanzó en la misión de alfabetizar a Corbatta. Le pidió ese favor a su amiga Lucía Cullén, una estudiante de trabajo social que ayudaba al cura con las tareas que realizaba en la Villa 31 del barrio de Retiro, y que en 1976, durante la dictadura militar, sería secuestrada y desaparecida.

—Lucía llegó a darle algunas clases a Corbatta en un bar, pero el Loco se escapaba. Creo que, al final, Lucía hasta se hizo hincha de Racing por Carlos —recordó Galmarini, amigo de Mugica.

El analfabetismo, la pobreza y el alcohol formaron la santísima trinidad del mito, el dogma sobre el que se construyó la empatía con Corbatta. Y los fundamentos que explicarían su drama personal.

—En su mayoría, lo que le pasó después fue por no saber leer. Le ponían cualquier cosa en los contratos. Y lo cagaban siempre —dijo Mansilla.

—No sabía cuánta guita le daban. Se abusaron mucho del flaco —sostuvo Cantera.

Fueron muchos los que estuvieron de acuerdo con esa idea. Y también fueron muchos los que aseguraron haber sido testigos de cuando Corbatta disimulaba su ignorancia con un diario en la mano. 

—Hacía que leía —recordó Pizzuti—. Pero sólo leía los chistes.

Sin embargo, el episodio que me relató Mansilla mostraba a Corbatta, más que como un impostor, como un bromista:

—La primera vez que concentré con Racing un compañero me pidió que le comprara el diario a Oreste. Yo fui y se lo compré. Cuando se lo alcancé, empezó a leerlo, y todos se largaron a reír. Y Corbatta también se reía. Las limitaciones por no saber escribir se presentaban en los contextos menos esperados. Cuando Corbatta se subía a un avión, su problema era completar los datos en la tarjeta migratoria. Pero siempre tenía alguien a mano para que lo hiciera por él. En 1961, durante un viaje con la Selección a Ecuador, tuvo que recurrir a Walter Jiménez, uno de sus compañeros: «Santiagueño —le pidió al aterrizar—, haceme la cosa esa que hay que llenar».

—Pero yo hice la mía y no le di bola. «¿Quién se cree que es este?», pensé. Yo no tenía idea de que no sabía escribir. Después vino el Marqués Sosa y me cagó a pedos por no haberlo ayudado —recordó Jiménez más de cincuenta años después del episodio.

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