La historia del atleta congoleño que se quedó a vivir en una favela de Río

Por: Sebastián Smith

El yudoka Popole Misenga compitió como refugiado en las Olimpíadas de 2016.

Río de Janeiro, Brasil

El recuerdo más vívido de Popole Misenga es la multitud coreando su nombre. Después de una vida de guerra y pobreza en la República Democrática del Congo, compitió en judo durante los Juegos Olímpicos de Rio-2016 como parte del primer equipo internacional de refugiados de la historia. Misenga estaba tendido sobre la lona, atrapado por una llave y a segundos de quedar eliminado.

A nadie, suponía, le importaría su destino. Y entonces empezó a escuchar: «¡Popole, Popole, Popole!».

Misenga se liberó y ganó el combate.

«Mi brazo estaba casi quebrado», rememora con la voz emocionada. «Luego escuché a la gente gritando ‘¡Popole!’ y pensé: ‘No, si esta gente me está alentando no puedo rendirme'».

Misenga habla mientras sostiene una foto que le tomaron tras ese combate, con los brazos en alto en el medio del estadio.

Once meses más tarde, nadie pensaría que este joven de 25 años es un deportista olímpico.

Vive en una violenta favela al norte de Rio, apiñado junto a su compañera y cinco hijos en dos cuartos diminutos. Sigue siendo pobre y aún es un refugiado a 6.600 kilómetros de su hogar en África.

El peligro de entrenar

En la favela Bras de Pina comparte con su compañera brasileña Fabiana una cocina mínima y una habitación de una cama en la que duermen con su bebé María Eliza, de siete meses, Helias, de dos años, y los tres niños de una relación anterior de Fabiana de seis, ocho y trece años.

«Apenas podemos dormir», cuenta Misenga, que lleva unas rastas cortas que coronan su físico musculoso.

Afuera, en las calles sucias, un grupo de hombres fuma marihuana a la entrada de una cabaña junto a perros callejeros.

Bras de Pina es territorio del combate entre policías y narcos. Los disparos son habituales, como lo evidencia un agujero en la fachada de la vivienda. Y los viajes de Misenga al club de judo que queda al otro lado de la ciudad no siempre resultan como lo planeado.

«El otro día no pude ir porque vi que todos se escondían», dice. «Quería salir, pero tenía miedo de que los delincuentes me confundieran con un policía por la mochila y que los policías me confundieran con un delincuente».

Salir a correr es peligroso porque se cruzan fronteras de bandas rivales. «Te dicen: ‘No eres de acá, no puedes entrar», cuenta.

Estrella por un día

En la antesala de los juegos, Misenga ya era una celebridad. Era uno de los 10 refugiados de todo el mundo seleccionados para competir bajo la bandera olímpica. Las televisoras corrían para escuchar su historia increíble.

«Los Juegos me hicieron famoso (…) Las personas me reconocían en la calle», recuerda sonriendo.

Sólo tenía 10 años cuando fue separado de su familia durante la guerra del Congo (1998-2003), que se cobró millones de vidas.

Luego de huir solo hacia un bosque, terminó en un campo de refugiados de la ONU, donde aprendió judo. Su talento le permitió ganar torneos regionales y entrar al equipo nacional. Pero su éxito deportivo trajo nuevas miserias con entrenadores crueles que lo encerraban en una celda sin comida cuando perdía.

Cuando llegó a Rio en 2013 para disputar el campeonato mundial, escapó de nuevo y desapareció en la ciudad, como lo había hecho durante la guerra.

Consiguió el estatuto de refugiado y fue aceptado por el Instituto Reaçao, un establecimiento caritativo de judo de alto nivel.

Una vez seleccionado por el Comité Olímpico Internacional (COI) para integrar el equipo de refugiados, comenzó a entrenar junto a atletas brasileños.

Pasó la primera ronda de los Juegos, pero luego le tocó enfrentarse al número uno del mundo. Sin oportunidades reales, luchó con tenacidad y se llevó una ovación. Ahí terminó todo y volvió a la favela.

La pelea que vale

Misenga aún recibe la remuneración del Comité Olímpico Internacional, que confirmó a la AFP que mantendrá su respaldo al equipo de refugiados. Ese dinero alcanza para sobrevivir y entrenar, pero no para mucho más, y no tiene empresas patrocinadoras.

Fabiana, de 34 años, dice que las cosas están mejor que hace un año: han podido comprar una heladera nueva y una mesa para la cocina.

Pero la estrechez financiera golpea el orgullo de Misenga y le genera preocupaciones, como el pago para entrar en los torneos. Ir a entrenar ya consume cuatro pasajes diarios.

«Me siento muy distinto a otros atletas olímpicos que tienen patrocinadores. Yo no los tengo porque soy refugiado», se lamenta.

Sueña con convertirse en un luchador rentado de artes marciales mixtas: «Me encantaría que venga alguien de Estados Unidos y me diga: ‘Popole, vas a entrar en la MMA'».

Pero su mayor lucha es otra: «Proveer seguridad a mi hijo, a toda mi familia, porque un día me volveré viejo y no siempre seré fuerte».

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