El film de Aaron Sorkin constituye un potente retrato de la épica de fines de los '60 que deviene en crítica radical a la política estadounidense contemporánea.
Los esfuerzos resultaron infructuosos. No sólo porque en unos meses triunfaría el republicano Richard Nixon. Sino porque la atmósfera festiva del grupo compuesto por estudiantes rebeldes, hippies, antirracistas, partidarios del amor libre y otros sectores del progresismo y de la izquierda culminó en disturbios con la policía y el arresto y posterior enjuiciamiento de siete manifestantes imputados de conspiración e incitación a la violencia.
Los acusados pasaron a la historia como los Siete de Chicago –cuya nominalización tiene reminiscencias a los mártires de Chicago, los trabajadores del siglo XIX ahorcados en el marco de las luchas por las jornadas de ocho horas–. La película pone el foco en el activista hippie Abbie Hoffman y el líder estudiantil Tom Hayden, que en las pieles de los actores Sacha Baron Cohen y Eddie Remayne –respectivamente– adquieren trazos heroicos y logran escenas conmovedoras plenas de denuncia e ironía política.
En su segunda película después de Apuesta maestra (2017), Aaron Sorkin se apropia del mejor estilo del género de las películas de juicio con que Hollywood supo conmover y llenar el corazón de furia justiciera en incontables clásicos –con Matar a un ruiseñor a la cabeza– para narrar un proceso legal con sentencia dictada de antemano por un juez despótico. La pantomima judicial llevada a cabo contra los siete manifestantes -en un principio ocho ya que incluía al activista Bobby Seale rápidamente apartado de la causa y arbitrariamente sentenciado a cuatro años de prisión- dan pie al director para hacer gala de una comicidad por momentos hilarante y a esos diálogos rápidos e ingeniosos que lo elevaron a celebridad en seriales tales como The West Wing o The Newsroom. También resulta eficaz el contrapunto histriónico entre el joven fiscal con posibilidades de redención Richard Schultz (Joseph Gordon-Levitt) y el abogado defensor interpretado por Mark Ryance.
Pero El juicio contra los siete de Chicago es mucho más que la clásica película de juicios aunque se apoye en ese escenario. Eso queda de manifiesto cuando se abre con potentes imágenes de archivo en las que a la par que el presidente Lyndon Johnson apela al patriotismo para justificar mayor reclutamiento de jóvenes terneros para el sangriento banquete vietnamita se reconstruyen imágenes de los asesinatos de Martin Luther King y Robert Kennedy.
“Martin está muerto. Malcolm está muerto. Medgar (Evers) está muerto. Bobby está muerto. Jesús está muerto. Ellos lo intentaron pacíficamente, nosotros vamos a intentar algo diferente», explica en la película el fundador de los Black Panther Party, Bobby Seale, en una reversión de la frase de Nietzsche que da cuenta del fin de la utopía de paz y amor. Los que tenían un sueño ahora tienen una bala en la cabeza, explicitará unas escenas más adelante cuando se entere del asesinato de su compañero afroamericano de luchas que remite a tantos crímenes contemporáneos como el reciente asesinato de George Floyd.
De esa y otras maneras, en plena campaña electoral por la presidencia de EE.UU., la sátira tragicómica contra la Justicia de la era Nixon encuentra constantemente sus referencias en la actual gestión política de Trump. El concepto falaz de “cruzar las fronteras para incitar a los disturbios”, estratagema central de la fiscalía para acusar a los Siete de Chicago haya ecos en los argumentos vía twitter de Trump para mandar a reprimir a los opositores, incluso frente a la Casa Blanca. Las pancartas de odio de los manifestantes que rezaban “Enciérrelos” se reactualizan en el presente de la grieta estadounidense.
El juicio a los siete de Chicago reúne grandes actuaciones, una historia potente y una sagacidad que invita a pensar. No es poco para los tiempos que corren. «
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