El grupo agotó siete fechas en el Estadio Diego Armando Maradona de La Plata en su vuelta a los escenarios. Y ya anunció su participación en febrero en el Cosquín Rock y en abril en el Quilmes Rock.

Llegados desde todos los puntos del país, los piojosos iniciaron temprano la ceremonia a puro cántico, vaso cortado y parrilla humeante sobre la avenida 32, prestos a abrazar a su primer amor. “Sentir que vuelven Los Piojos es increíble. Los sigo desde el ‘97. Acá, junto a mi hermano, que lo llevé desde que tenía 10 años”, describió en la previa una marplatense lo que sería el tenor de la jornada: generaciones reunidas por el rock argentino.
“Es lindo traer a mi sobrino. Yo vi a Los Piojos la primera vez por mi hermana y traerlo a él ahora es hermoso. Está bueno que lo pueda vivir de chico; la verdad hacía falta”, señaló un joven de Maschwitz; mientras pocos metros más allá dos grupos de veinteañeros de Otamendi y Balvanera trazaban lazos en su “primer ritual”.
La multitud colmó el estadio pasadas las 21 horas, después de peregrinar por sus inmediaciones debido a una dificultosa organización de los accesos. Pero fue poco antes de las 22 cuando en las dos inmensas pantallas verticales dispuestas a cada lado del escenario, apareció una especie de hombre gigante quien accionando una manivela puso en funcionamiento la máquina piojera, que así concluyó con aquel “parate por tiempo indefinido” anunciado quince años atrás.
Entonces, en la guitarra del inefable Pity Fernández sonaron los primeros acordes de “Te Diría”, y la inclaudicable voz de Ciro Martínez expresó: “Si dijéramos que el día es la careta, si dijéramos que en la noche está el tango…”, dándole rienda suelta a un auténtico ritual de más de dos horas y media de duración, repleto de emoción, nostalgia y porvenir.
Tras ello, sonaron “Desde lejos no se ve”, “Babilonia” y “Ay ay ay”, en lo que fue un repaso de sus siete álbumes de estudio llenos de clásicos de los (no) tan lejanos años ‘90 y principios del 2000. “¿Esto está sucediendo?”, se preguntó el cantante como un pellizco, para continuar con “Todo pasa”, del disco 3er Arco (1996), el cual significó un parteaguas en la popularidad de la banda, alcanzando a llenar dos Obras Sanitarias y dos microestadios de Ferro en momentos de su lanzamiento.
“Yo sé que vendrán buenos tiempos, y si ahora llueve mejor…”, siguió Ciro, vestido de gamulán bordó con el tradicional 87 estampado en la espalda, y acompañado por los históricos Dani Buira en batería, Changuito Gómez en percusión y Chuky de Ipola en teclados, a los que se sumaron para este retorno el guitarrista de Los Persas, Juan Manuel Gigena Ábalos, y la bajista Luciana Valdés, luego del público diferendo con Micky Rodríguez.
Tras la inevitable “Tan solo”, quien tal vez sea uno de los mejores frontman del rock argentino cambió su gamulán por la vieja camiseta de la Selección Argentina, para en pleno rito invocar a “Maradó”, justo en el estadio que lleva su nombre y en la última ciudad que lo palpitó en una cancha. Y con su vibración la multitud quizá enderezó un tanto las diagonales.
En uno de los trances más emotivos de la jornada, la pantalla detrás del escenario visualizó un compendio de fotografías antiguas de la banda, en el que prevaleció la amplia sonrisa de Gustavo Tavo Kupinski, el legendario guitarrista fallecido en un trágico accidente en 2011. “Si no existe la memoria, todo lo nuestro es suicida”, cerró el video para que Pity Fernández le pusiera la voz a “Sudestada”, junto al primer invitado, el hermano de Tavo, Matías Kupinski.
El recuerdo de Tavo derivó en un quiebre del show que sumó a Roger Cardero a la batería en reemplazo -momentáneo- de Buira, así como ocurriera en la formación de Los Piojos a inicios de siglo para el álbum Verde Paisaje del Infierno (2000). Por lo que le siguieron todos hits del mismo, como “Reggae Rojo y Negro”, que tuvo como invitado a otro integrante de Ciro y Los Persas, el guitarrista Roque Pérez.
En medio de una pausa musical, el piojero Alejandro Dell’Osa, con 101 rituales a cuestas, tomó el micrófono para hacer una síntesis de la emocionalidad de aquellos que vivieron la vuelta de la banda como un febril regreso a su juventud: “Salimos campeones del mundo y todos fuimos uno. Hoy nos llega un llamado de antaño que nos invita a reencontrarnos con lo que fuimos y aceptar lo que somos. Quien fui 30 años atrás, y hoy comparto el primer ritual de mis hijos”, lanzó.
La postal nostálgica y de trasvasamiento generacional se completó cuando los hijos y las hijas de los músicos se subieron al escenario con tambor encima, para interpretar uno de esos temas que trascendieron los espacios del rock e inundaron a puro cotillón las fiestas de cumpleaños y los casamientos durante el menemismo de la paridad cambiaria: “Verano del ‘92”.
El desborde fue tal que Los Piojos tocaron a dos baterías, con Dani Buira y Roger Cardero en sintonía, así como confluyeron los teclados de Chucky de Ipola y del jazzista mendocino -también persa-, Juan Emilio Cucchiarelli.
Pasada la medianoche ya habían sonado, además, “Como Alí”, “No parés”, “Fumigator”, “Muévelo” y “El Farolito”, con un Ciro Martínez exultante, quien no ahorró en artilugios y brindó todo su despliegue rockero con un llamado a los orígenes piojeros de Chactuchac (1992) con “Cruel”. Y, claro, cerró definitivamente un nuevo ritual de esta gesta cultural llamada -ahora- rock argentino, por qué no, con el Himno Nacional.
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