Memorias del subsuelo: una tórrida tarde en el sauna del Hotel Castelar

Por: Nicolás G. Recoaro

Se abrió en los años '50 y en sus cámaras de hasta 90º C buscaron relax grandes leyendas del arte, el deporte y la política: de Pascual Pérez a Aníbal Troilo, de Sandro a Leonardo Favio.

Sobre los camastros de cuero, media docena de plácidos caballeros duermen la siesta. Los acuna el ambiente tórrido que inunda el segundo subsuelo del Hotel Castelar. En las entrañas de la Avenida de Mayo, los fundamentalistas del sudor encuentran su lugar en el mundo. Búnker de hombres solitarios, artistas bohemios, empresarios en su break y políticos sin chances de esconder nada bajo las mangas. Llueva, truene o se caiga el mundo a pedazos, el subsuelo está aislado de las preocupaciones de la vida terrenal.

En días de la semana y en horas calculadas, generalmente desde el mediodía, hombres de negocio, veteranos del under y algunos turistas se congregan en los baños turcos del Castelar. “La mayoría sale de la oficina y se toma un baño turco o un sauna. También una cervecita, un sanguchito de crudo”, enumera Fernando Vecchio, el fogueado encargado, con 21 años en las profundidades, mientras alcanza unas toallas a un cliente de origen brasileño.

El sauna abrió en los ‘50 y tiene tres cámaras. La primera está ambientada a 45º C y es bien húmeda. En la segunda, de estilo finlandés, el termómetro asciende seco a 60º. La tercera, casi un infierno en la Tierra, alcanza los 90º de térmica. “Es para estar cinco minutos, pero hay caballeros que se quedan media hora. Varias veces tuve que entrar a sacar alguno y llamar a emergencias”, completa Vecchio. Hace una década, el viejo baño turco sufrió una lavada de cara. Aggiornado como spa, incorporó un coqueto hidromasaje. “Limpia la piel, abre los poros y libera toxinas. Antiguamente, los sábados al mediodía estaba repleto, porque los que salían el viernes de gira, venían a tirar el alcohol. Era como una destilería y no dábamos abasto a la hora de poner esencia de algarrobo para tapar el vaho.”

Mientras recorre el pasillo poblado por los añejos cambiadores de cedro, Vecchio repasa las personalidades que visitaron el subsuelo. Hay cabinas con plaquetas doradas que les rinden homenaje. La 61 era la de Horacio Guarany. Muy cerca, dejaban sus petates Pascualito Pérez, Tato Bores y Aníbal Troilo. Sandro también era habitué, pero muy reservado: el Gitano pedía que abrieran a la madrugada. “De los políticos –completa el encargado–, me acuerdo de Erman González, que venía con su guitarra y despuntaba el vicio con clásicos del folclore.”

El medio es el masaje 

Para Norberto de la Rosa, el cuerpo habla. Y muchas veces pide a gritos un masaje reparador. El curtido masajista cuenta que con sólo rozar los músculos de los pies de sus clientes, es capaz de reconocer el nivel de tensión que comprime sus desdichas. Lleva 35 años de servicio en el Castelar. Arrancó cuando tenía 29. Su entrada al milenario universo del masaje se dio de casualidad. Hastiado por sus tareas de empleado administrativo, incursionó en un taller de yoga. Fue una epifanía. Conoció el arte de la respiración y de las posturas sanadoras. También aprendió a relacionar el masaje con la trasmisión de energía. Desde entonces, De la Rosa es cultor de una rama más New Age del gremio, con aptitudes relajantes y antiestrés. Un paradigma que rompe con el tradicional masaje de fuerza. “Acá se estilaba el masaje activo. El cliente llegaba y te decía: ‘Matame, porque ando mal’. Y no es sencillo: piense que para hacerle masajes a una persona de casi 100 kilos prácticamente hay que poner el alma.” Aquellos tiempos rudos y de muchachos sin gomina quedaron en el pasado: “Ahora prendo un sahumerio y propongo ejercicios sencillos. Es posible hacer un masaje profundo sin estrujar al cliente. Pero ojo, no son caricias.”
En una buena jornada, De la Rosa atiende sin respiro hasta ocho clientes. Tiene las manos llenas de historias. Sus dedos han estado a las órdenes de Andrés Percivale, Julio Bocca y el profesor Raúl Madero. Sonríe apoyado en el cambiador que lleva tatuado el nombre de Leonardo Fabio (sic), y cuenta que compartió varios mate cocido con el director de Crónica de un niño solo: “Incluso fui a atenderlo a su casa. Una tarde me dijo que estaba algo aburrido y cansado. Entonces propuso ir al zoológico porque quería ver a ‘los monos con el culo pelado’. Tomamos un taxi, nos acompañó el cantante Yaco Monti. Claro, en Palermo la gente lo reconoció, le pedían fotos, y no pudimos ni entrar. Era un gran tipo, ayudaba mucho a sus amigos. Ya le dije, este lugar está lleno de historias.”

Cable a tierra

Daniel es uno de los clientes con más pergaminos en el Castelar. Lleva más de cuatro décadas visitando el subsuelo. “Eran otras épocas, otro ambiente, muy popular”, añora el martillero público retirado. Es un hombre metódico. Dos veces por semana, se toma el subte en Caballito, camina unos metros por Avenida de Mayo, desciende la escalera, hace tres entradas en las cámaras y se duerme una siestita. “En mi organismo es necesario, salís nuevo. Es mi cable a tierra”, dice Daniel, ataviado con una bata inmaculada. Sentado en el bar del sauna, degusta una cerveza helada y dos empanadas de carne. “Estoy casado, y la verdad que reniego cuando como solo en casa. Pero acá es otra cosa, es un placer disfrutar de la soledad. Mejor que el psiquiatra. Me ayuda a reflexionar.” Entre las decisiones trascendentales que pensó en frío, mejor dicho en caliente, destaca la vez que decidió abandonar el paracaidismo deportivo: “Era una actividad que preocupaba mucho a mis padres”, agrega.

Detrás del bar forjado en mármol de Carrara, Gustavo Souto despacha gaseosas a los clientes. Lo custodia una añeja heladera de madera que, cuenta, tiene la puerta rajada por un puñetazo de Ringo Bonavena. Al campeón de Parque Patricios no le gustaba esperar demasiado por su trago. “Ahora la gente está más relajada –dice Souto–. Ya no está el cliente que se toma una medida de whisky. Prefieren las bebidas light, las ensaladas. Se cuidan mucho.” Parece que desde hace un tiempo, la puritana vida sana también gana por nocaut en el under. Mientras transpira la gota gorda preparando un cortado, Souto confiesa que está acostumbrado al calor del subsuelo: “Por ahí me falta un poco el aire, y después de ocho horas acá abajo, ni le cuento. Pero cuando subo la escalera y salgo a la calle, es un renacer. Esa bocanada de aire fresco no tiene precio.”

Una joya en la Avenida de Mayo

El Hotel Castelar es una de las joyas que engalanan la alicaída Avenida de Mayo. Diseñado por el arquitecto italiano Mario Palanti –el mismo del dantesco Palacio Barolo–, abrió sus puertas giratorias en 1928. Su dueño, el empresario textil español Francisco Piccaluga, lo bautizó en honor al presidente republicano Emilio Castelar Ripol. Es un cinco estrellas con dosis parejas de modernidad y lujo: fue el primero en tener comedor refrigerado, baños privados en las habitaciones y un spa. Por sus elegantes salones y cuartos pasó la crema y nata de la política y la cultura nacional: desde Norah Lange hasta Alfonsín, sin olvidar a Borges, Tania, Pettoruti y Frondizi, quien allí dormía religiosamente la siesta.

La habitación de Federico

En cada rinconcito de la habitación 704 se puede apreciar la huella nítida de su ocupante más ilustre: Federico García Lorca. El poeta andaluz se hospedó en el Hotel Castelar durante su prolongada estadía porteña, entre octubre de 1933 y marzo de 1934. Cuentan que en el modesto cuarto –con baño privado– Federico se emperifolló de gala para ir al estreno de La zapatera prodigiosa en el Teatro Avenida. También departió largo y tendido sobre la cama de hierro con el entonces cónsul chileno Pablo Neruda –que pasaba a buscarlo antes del desayuno para zarpar en su deriva bohemia–. Pero sobre todo, y a través de la luminosa ventana que da a la Avenida de Mayo, se enamoró a primera vista de la agitada vida cultural porteña.

«A pulmón logramos recuperar los muebles de época, está todo reconstruido tal cual lo conoció Federico», resalta María Cafora, tesorera, motor del área Institucional del hotel y, por supuesto, ferviente lorquiana. Desde hace seis años, la habitación del 7º piso está abierta al público como «cuarto museo». Atesora textos, dibujos, publicaciones y fotos históricas. Todos los miércoles, desde las 17, Cafora –con atavíos de bailaora flamenca– guía a los visitantes por diversos espacios del hotel que rescatan momentos cumbres de la vida del autor del Romancero gitano. Una vieja guardia de seguidores y también fans más jóvenes, llegados de todo el mundo, se emocionan con el tour: «Algunos lloran, cantamos mucho ‘Ojos verdes’ y rescatamos la pasión de Federico. Este es un espacio que no pertenece al hotel sino a toda la humanidad.» Las visitas arrancan en marzo y tienen un costo de 100 pesos.

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