Triste, solitario y final

Por: Mónica López Ocón

Quizá porque el diputado Fernando Iglesias tiene la cara perfecta para interpretar al infaltable malo de una película de cine mudo –aunque en materia de «maldad insolente» ningún integrante del gobierno de Cambiemos se queda atrás– de un tiempo a esta parte la realidad política y social es una versión degradada de aquel cine en que la gente parecía caminar apurada y los cómicos se arrojaban a la cara pasteles de crema. Hoy, cuando tantos argentinos buscan comida en la basura, no sólo sería imposible tirarse con pasteles, sino con pan duro, ya que el precio de la harina se ha dolarizado, por lo que la multiplicación de los panes –y también, por supuesto, la de los peces- parece un milagro lejano e irrepetible. Lo único que se multiplica minuto a minuto es la miseria.

Charles Chaplin filmó Tiempos modernos en 1936, es decir, hace 83 años. En ella protagonizó a un obrero que, alienado por su tarea en una línea de montaje, no puede dejar de ajustar tuercas ni siquiera cuando termina su horario de trabajo y sale de la fábrica. Los botones del abrigo de una dama serán un estímulo suficiente para que saque a relucir sus llaves y se lance a ajustarlos.

En la Argentina desindustrializada de hoy, Chaplin, que escribió, dirigió y fue el protagonista de la película, tendría que buscar otra causa de alienación, debería recurrir a una alienación no-industrial como, por ejemplo, la revisión compulsiva de la basura, el armado de ollas populares o el obsesivo estiramiento de los pesos con una plancha persiguiendo la vana ilusión de que alcancen para llegar a fin de mes. Aquellos tiempos modernos parecen hoy demasiado modernos en comparación con esta Argentina que avanza en el sentido inverso de la flecha del tiempo.

Hoy los espectadores de estas latitudes nos sentiríamos más identificados, quizá, con La quimera del oro ya que hemos tenido nuestra propia quimera: la de la lluvia de inversiones. Es así que hoy, como lo hizo Chaplin en esa película de 1925, hervimos nuestros zapatos en busca de comer algo que rememore a un puchero y saboreamos los cordones como si fueran manjares. Pero la versión de aquel film mudo es siempre degradada. Ni siquiera nos da para la «Danza de los panes», uno de los pasajes magistrales de esa creación chaplinesca. Con el pan de la mesa, hoy nadie juega excepto el gobierno de Cambiemos.

¿Y qué queda de las películas del Gordo y el Flaco? ¿Qué resta de esa dupla maravillosa que integraron Stan Laurel y Oliver Hardy? «Cada vez que terminaban una escena –dice Osvaldo Soriano en un artículo–, a su alrededor flotaba el desastre. Casas y autos eran destruidos, los policías violados, los matrimonios traicionados. ¿Y el american way of life? Tal vez Stan no haya querido provocar esos cataclismos en la sociedad, pero todas las películas que creó los contenían como si la anarquía fuera su manera de expresar una sociedad despiadada. «En la actual versión degradada de aquel cine, lo único que nos queda es la destrucción, una destrucción que no arranca risas, sino padecimientos, porque no atenta contra la propiedad privada, sino contra los bienes públicos».

Todos los días, Macri y su Gabinete emprenden, como en las películas mudas, una mudanza que, inexorablemente, culmina en fracaso. El presidente y Marcos Peña intentan aguantar la cuerda que sostiene un piano de cola que deben subir por el balcón, pero esas manos que no están acostumbradas al trabajo terminan por soltar la soga y el piano se hace trizas sobre la vereda emitiendo unos sonidos que se parecen demasiado a una marcha fúnebre. Patricia Bullrich saca de inmediato un cartelito de cine mudo que dice «El piano fue destruido por un comando narco». Elisa Carrió saca otro que dice «No se rompió ningún piano, son las vibraciones de los esquiadores y los que estaban de vacaciones en Europa que volvieron todos juntos». En el cartelito de un votante macrista que fue a defender la República a Plaza de mayo se lee: «Esto no es nada. En octubre sí que les vamos a romper bien el piano».

En su primera y melancólica novela, Soriano pone en escena a un Stan Laurel cuyas épocas de esplendor en el cine se han terminado, razón por la cual decide ir a una agencia y contratar al mismísimo Philip Marlowe, el detective creado por Raymond Chandler, para averiguar la razón por la que nadie lo llama para trabajar en una película. Si nos decidiéramos a escribir una nueva versión de la novela que tiene como protagonista a un autor de cine mudo, no necesitaríamos contratar a ningún detective. La gran mayoría sabe por qué no nos llaman para trabajar, por qué perdemos el trabajo, por qué ni siquiera trabajando es posible pagar las cuentas, por qué muchos duermen en la calle… Sin embargo, algo permanece idéntico a la novela de Soriano en la que Stan Laurel fue su protagonista y cuyo nombre tomó de una frase de El largo adiós, de Raymond Chandler: hoy todo es triste, solitario y final.«

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