Envalentonado tras su cumbre con Kim Jong-un y por patear el tablero en la del G-7, el presidente de EE UU decidió aplicar aranceles del 25% sobre la importación de productos chinos.
Es bueno destacar que el anuncio de Trump no tuvo el tono desafiante de otras veces. «Mi formidable relación con el presidente Xi de China y la relación de nuestro país con China son importantes para mí. Sin embargo, el comercio entre nuestras naciones es muy desigual, desde hace mucho tiempo», dijo en un comunicado formal, algo poco usual para un gobernante que se maneja por Twitter.
La explicación del polémico empresario es que debe prevenir “injustas transferencias de tecnología y propiedad intelectual estadounidenses a China, protegiendo empleos en EE UU”. Los aranceles, al menos en esta etapa, se aplicarán sobre unos 50 mil millones de dólares en productos directamente vinculados a tecnologías de avanzada.
El comercio entre EE UU y China es de unos 636 mil millones de dólares anuales, pero de ese total 505.600 millones son exportaciones chinas a Estados Unidos contra 130.400 millones en productos norteamericanos que cruzan el Pacífico. Más allá de este colosal déficit, el tema de fondo es que los dos colosos se están peleando por las tecnologías más sofisticadas, que son las que marcan esta nueva revolución industrial en la que los jugadores son apenas esos dos, un poco más lejos de Alemania y Japón pero nadie más.
Antes de dar este paso, Trump había viajado a Singapur para una demorada cumbre con el líder de Corea del Norte, KimJong-un. El resultado final fue un documento en que Kim se compromete a la desnuclearización de su país y Washington a levantar las sanciones impuestas desde hace años.
Al regreso del mitin, Trump se topó con duras críticas de los medios hegemónicos y de parte del establishment intelectual. Como suele ocurrir, la evaluación mediática pasaba por quién ganaba y quién perdía con un acuerdo que, a decir verdad, es mínimo en consideración a lo que está en juego: nada menos que la posibilidad de evitar un conflicto atómico en la península asiática. Y hubo coincidencia en remarcar que Trump había quedado relegado ante un “dictador” que lo obligó a firmar un papel que no piensa tomar en cuenta.
Por una vez, Trump quedó a la izquierda de sus críticos. El detalle es que fue el primer presidente estadounidense en verse la cara con un norcoreano desde el armisticio de 1953. El agregado es que, para sentar a la misma mesa a Kim, hubo una gran “mano” de la diplomacia china.
Trump llegó a Singapur con el recuerdo todavía fresco por cómo les “arruinó” la fiesta a los jefes de gobierno del G7 en Canadá. En esa cumbre de los países industrializados de occidente, el presidente de EEUU planteó el ingreso de Rusia a grupo y el levantamiento de sanciones para el país gobernado por Vladimir Putin, ante el rechazo generalizado.
En esos mismos días se celebraba en China otra cumbre, la de la Organización de Cooperación de Shanghai. Esa institución creada en 2006 está integrada por China, Rusia, Kazajistán, Kirguistán, India, Pakistán y Tayikistán. Mientras en Quebec Trump le mojaba la oreja a los líderes europeos (G7 es Alemania, Francia, Gran Bretaña, Italia, Japón, Canadá y EE UU), en Qindao el presidente chino Xi JInping ofrecía créditos a los países miembro y hablaba de construir una comunidad regional. Sobre este escenario Trump busca barajar y dar de nuevo con golpes de efecto impredecibles. Habrá que ver cómo quedan las cartas luego de esta vuelta de tuerca que ya estremece a los mercados internacionales. «
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