El siglo de los siglos

Por: Martín Rodríguez

Hay un reflejo de cruel imprecisión que ante la muerte de ciertos personajes públicos se vaticina «ahora sí murió el siglo XX». Se lo ve pasar en las redes sociales como a tantas cosas que vemos pasar y que incluso a veces nosotros mismos decimos. Con la muerte de Fidel Castro, de Aretha Franklin, la que sea. Sí, nos tocó vivir entre un siglo y otro. Todavía repudiamos las privatizaciones pero ya nadie usa teléfono fijo. Si tuviera que olfatear qué trajo el siglo XXI me gustan estas palabras de Pablo Touzon en su texto «La Revolución del 18» publicado en revista Panamá: «La ola verde no tiene el formato leninista de una movilización organizada desde y para un objetivo estatal, y también de referencias y liderazgos exclusivos o excluyentes. Si mañana el presidente de la Nación llama a su jefe de Gabinete y le pide ‘cerrar’ algo con el movimiento feminista, ¿a quiénes llaman? ¿Y qué representatividad podrían arrogarse sus múltiples referentes mediáticos sobre su derrotero? ¿Quiénes son ‘las bases’, y quiénes su liderazgo? De ahí la pregunta trillada que obsesiona a la política: ‘¿Quién acumula?’, la pretensión de quien se presenta con un balde de playa delante de un tsunami».

De ahí quizás también el fallido de CFK cuando pretendió fijar la síntesis de pañuelos durante su discurso en Clacso. Además, y esto también hay que anotarlo, en varios discursos sobre el movimiento evangélico se descuenta un dato: el de que los evangélicos no leen lo que escriben sobre ellos. Una antropología a cielo abierto. Con acierto Daniel Jones y Paloma Dulbecco en la última revista Crisis describen este maltrato impresionista sobre los evangélicos como si fueran «dopados culturales por sus radios y programas televisivos». Se pasa de la estigmatización a la condescendencia. Que hay que entenderlos, que no hay que entenderlos, que si son el germen de una «bolsonarización» o no. El movimiento evangélico se hizo visible como parte de un tema sobre el que hay una fractura: el debate en torno a la interrupción voluntaria del embarazo. Y lo que ocurre es que muchas veces la izquierda social laicista funciona con gesto de «culpa» y entonces lee a los evangelistas como «pobres» de los que no debemos separarnos, ni abandonarlos a su suerte y tenderles la mano comprensiva antes de que sean el puro sustento de un líder fascista. El buen salvaje religioso. ¿Y si no hay síntesis? A veces el mejor gesto es la prudencia… Se lidera, se gobierna, se hace política entre olas simultáneas. Sería bueno leer lo que ese movimiento dice de sí antes que tantas sobre-interpretaciones.

La política pudo perder en varios de sus protagonistas la «referencia ideológica» pero no la temporaria. Y es en torno a ella, a «los siglos», donde se nombra la ideología. En política, Cambiemos o el macrismo usufructuaron el monopolio del uso simbólico del siglo XXI. Ahí fijaron su coordenada más explícita. Un siglo tomado como marca y quiebre, que hace pie en otro de sus ejes de comunicación: los 70 años de estancamiento. Un funcionario de la comunicación decía que a ellos siempre se les daba la «bienvenida a la política». Profesionales del comentario político que les decían que ellos no conocen «el verdadero barro». En sincronía ellos tienen este otro gesto: «Bienvenidos al siglo XXI». Y a razón de su resultado ya sabemos lo que es: dejen sus ideales en las puertas de la casa del nuevo siglo. Pero de los ya largos 18 años que llevamos del siglo, 14 los gobernó el peronismo, y se lo sigue excluyendo insólitamente de esta nueva «modernidad».

Efectivamente es un siglo de mareas que empiezan y terminan para derribar estructuras. Aunque no se trata de oponer espontaneidad a organización frente a cada nueva imagen («los chalecos amarillos de París»). Pero la velocidad se ralentiza si sólo esperamos encontrarle o adaptar nuestro «marco teórico» a cada huracán. Espontaneidad es memoria. Es saber de pronto de qué se puede ser capaz para correr el límite. Como las «trabajadoras de casas particulares» que saben que en Argentina pueden cortar el acceso a un country o como el empleado de Rappi que sabe que puede pelear un estatuto. La «bolsonarización» puede ser también por deformación el nombre de una campana que dobla por todos nosotros: saber que mucha gente asume que tiene que defenderse por sí misma, y en el modo en que lo hace también retoma los hilos de viejas experiencias. Y como recordó Lucila Melendi que le dijo un brasileño: si puedo voto a Lula que me defiende, y si no puedo voto a Bolsonaro que me da armas para que me defienda yo.  «

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