El importante evento cinematográfico tuvo su cierre con los dos últimos films aspirantes a la Palma de Oro, que no dejaron conformes a la crítica.

Suleiman es otro de los tantos “abonados” del festival de la Croisette donde en 2002 recibió el premio del Jurado por “Intervention divine” (su mejor film hasta la fecha), participando otras tres veces después de haber sido descubierto por Venecia en 1996 que lo premió por su opera prima Chronique d’une disparition.
Su desencarnada filmografía (once títulos en 30 años de carrera y 60 de vida, entre largos, cortos, documentales y episodios de films colectivos) ha conocido tiempos mejores que este It Must Be Heaven donde el personaje principal es él mismo, interrogándose entre Nazareth, su ciudad natal, Nueva York y París, sobre cual es su verdadera identidad.
Su nuevo film es un rosario deshilvanado de pequeñas perlas, algunas verdaderos sketchs fin en sí mismos, otras de ambigua interpretación cuando no inútiles, observadas por el director con la mímica minimalista de un Buster Keaton o un Jacques Tati (que de todas maneras siempre cuidaron la forma narrativa) y no una serie de episodios conectados solo por unidad de lugar.
Pero lo peor estaba por venir en la forma de “Sibyl”, tercer largometraje de Justine Triet que después de “Victoria” en 2016, vuelve a centrar su película en la actriz Virginie Efira, permitiéndole de sobreactuar a sus anchas, cambiar de peinado y vestido en cada secuencia y hasta de cantar en inglés e italiano que no es precisamente su fuerte.
La trama une pretensión y ridiculez con la historia de una psicoanalista que deja gran parte de sus pacientes para dedicarse a escribir una novela.
La pesadilla de la página en blanco se neutraliza con la aparición de una nueva paciente (Adele Exarchopoulos), en crisis por un embarazo no deseado, provocado por el protagonista del film en el que está trabajando (Gaspard Ulliel), compañero de la directora (Sandra Hüller, la maravillosa actriz de “Toni Erdmann” que merecía mejor suerte que esta descabellada película).
Esta historia, exacerbada por llantos, gritos e intentos de suicidios, será la ideal para la psicoanalista convertida en novelista que, por si fuera poco, pondrá de su parte algunos momentos de su vida privada.
El todo condimentado con diálogos a la vez filosóficos y psicoanalíticos en un indigesto pot-pourri bien traducido por los españoles como olla podrida.
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