Adiós, director de orquesta

Por: Hernán Sassi

A veces un colega es un maestro. Te das cuenta en el trato diario o –¡qué fatalidad!– recién cuando muere. En estos días de lazo social roto son imprescindibles los maestros, muchos de los cuales a veces son verdaderos directores de orquesta. Aquí, la semblanza de uno de ellos.

Sed contrabandistas del saber verdadero contra los empleados de la aduana pedagógica. Defraudad al Fisco Docente, pero salvad la verdad, la belleza, la justicia y la dignidad.

Ezequiel Martínez Estrada, “Advertencia a los maestros”

I.

Todo directivo escolar es también un director de orquesta. Escuela normal (2012) de Celina Murga, un documental filmado en la primera institución destinada al magisterio fundada por Sarmiento, lo prueba. Atenta a si algo falta, la directora del colegio deambula por aulas, pasillos y baños. La vemos reprender con cariño a grandulones que juegan a la pelota en el patio; recordarle a otros, que aún adeudan materias, que ella espera las rindan cuanto antes; y también la vemos resolver contratiempos junto a docentes que, con mirada y acto, le responden como todo músico a su director de orquesta.

Todos hemos conocido directoras y directores así, todoterreno, lugartenientes marcados por el dicho según el cual “el ojo del amo engorda el ganado”. Son personas de oído absoluto que escuchan la disonancia, desapercibida para el resto, y, estén o no presentes, tienen el don de hacer, en medio del bullicio de los recreos y del murmullo de las clases, que todo en un colegio suene, como decía mi vieja, “como Dios manda”. Esto es, que el quilombo diario, por demás inmanejable a la vista de profes como el que escribe, devenga potencia y energía transformadora. No hay por qué coincidir ideológicamente con ellos o ellas, pero sí, como en una orquesta, contar con un mismo compromiso de conjunto, que es lo que realmente cuenta, no sólo en la escuela, desde ya.

Si alguna escuela es barco firme en este naufragio que atravesamos, y del que somos también responsables, es en gran medida, gracias a su conducción, muy mal retribuida, hay que decirlo, tanto que cobran menos de lo que gana un docente aficionado a suplencias a las que no va y a cursos donde nunca se lo ha visto. Sin embargo, al final de su carrera dejan el cargo bien pagos con el reconocimiento tanto de auxiliares, como de alumnos y de docentes que han hecho, gracias a su conducción muchas veces invisible, que un aula suene a banda de rock.

 II.

Entre muchas cosas, todas loables y admirables, Miguel Gianetti supo ser director del Instituto Superior Nro. 1 de Avellaneda, Abuelas de Plaza de Mayo. Según cuentan, fue todo un director de orquesta. Ingresé cuando él había dejado el cargo. Es decir, como director, solo supe de él, de oídas, que es como se conoce a esas personas que, para bien o para mal, no quieren pasar desapercibida por este mundo, lo hayan decidido a conciencia o no.

El relato que me llegó sobre su paso en su función siempre fue fiel a su actividad como profe, que es como lo conocí a diario en el cruce afectuoso en un pasillo, en la charla aleccionadora en sala de profesores y en el intercambio por whatsapp, siempre con voces de aliento por cada paso realizado. Relato y acto cotidiano denotaban profesionalismo, honestidad, probidad, coraje, franqueza. Son señas particulares de un santo o de un héroe. Su humor negro, su picardía, su innata seducción harían imposible la inclusión en el santuario, a menos que sea laico, claro. Pero, de algún modo, Miguel fue un héroe, de los muchos y olvidados que hay en toda institución educativa.

Fue un maestro riguroso, según cuentan sus estudiantes, que le deben mucho, entre otras cosas, sus muchos saberes compartidos y un rigor exento de sadismo, que es lo que aflora en muchos docentes que le brillan los ojos cuando ponen un uno, cuando ven el miedo que provocan en el alumnado. Miguel inspiraba respeto, no miedo.

Con su voz medio ronca y argentina, instaba: “No sean maestros mediocres”. Con probidad, y más aún, excelencia en cada clase, estaba a la altura de lo que pedía. De modo que esas palabras se volvían mandato, misión obligada para quien tendrían el coraje de ejercer esta profesión de tan baja estima por estos días.

Daba gusto charlar con él. Entre otras cosas, porque sabía escuchar, un arte perdido en la vorágine cotidiana, y más en estos tiempos, de rumiar bronca a las corridas. Como un sabio de la tribu, siempre aportaba algo en la charla; siempre sumaba, que es lo que hace todo maestro.

Era muy curioso de lo que estabas leyendo. Te paraba, chusmeaba el libro que llevabas bajo el brazo y hasta lo apuntaba para sumarlo algún día como lectura o bibliografía para sus cursos. Socrático –y no como quienes citan a Paulo Freire y le clavan un puñal en cada clase–, asumía su no saber para poder aprender del otro/a, fuera estudiante, auxiliar, par o jerárquico. Parado en el lugar más digno, el de respetuoso compromiso con el conocimiento, fue un “contrabandista del saber verdadero”. Al menos eso dicen muchos de sus estudiantes y decimos más de uno sus colegas. Como buen hijo del Renacimiento –era un humanista, alguien refractario a toda especialización–, como un radical aslfonsinista que masticó bronca con las leyes de obediencia debida y punto final, como alguien que abrazó las políticas de Derechos Humanos de “la década ganada”, supo salvar “la verdad, la belleza, la justicia y la dignidad”.

Aunque los papeles decían lo contrario, nunca dejó el cargo de director. Como una viga invisible que sostiene un edificio, estuviera donde estuviera, él era un director de orquesta, ese a quien mirábamos y admirábamos. Porque bien se sabe que la autoridad no es un cargo, un lugar en un escalafón. Es, más bien, una función a cumplir, una tarea indelegable si es que se ha asumido el riesgo, esto es, las ganas de dejarlo todo en este mundo para que las nuevas generaciones nos superen y lo mejoren.

El respeto por quien asume ese riesgo es el que realmente sostiene a la autoridad. Miguel se ganó ese respeto en estudiantes y colegas que lo lloramos, pero tras su muerte, nos proponemos estar a su altura. Porque eso es un maestro, alguien que, incluso muerto, sigue influyendo.

III.

Desde bien temprano buscamos maestros. Es un berretín de estos eternos niños que somos los seres humanos.

Lo hacemos toda la vida.

Lo sepamos o no.

Googleás y no falta quién te enseñe a arreglar el auto, a hacer un pollo al disco y hasta la teoría de la relatividad. Todo en cinco minutos.

Pero eso no alcanza.

Por suerte, no alcanza.

Después de los cinco minutos, te sentís vacío. Como cuando escroleás.

A poco de andar te das cuenta de que todos necesitamos quién diga: “Por ahí no; ojo, mejor, andá por acá. Yo sé lo que te digo”.

Un día lo encontrás.

Ese maestro puede ser un portero del cole, la verdulera de la esquina, un colega de laburo o un familiar de mala reputación. Están en los lugares más inesperados. Sólo hay que estar atentos a escucharlos. Y llevarles el apunte, claro.

Además de director de orquesta, Miguel Gianetti fue un maestro y de los mejores. De los que, con humildad y sentido de la ubicación, pasan desapercibidos y logran, como un maestro zen, que cada quien saque lo mejor de sí y crea que lo hizo por motu propio, cuando, en realidad, muy mucho se le debe a quien incentivó, desafió y carajeó incluso, para hacerte crecer, para que toques ya no “como Dios manda”, sino como vos querés y sentís.

Como escribí cuando partió otro maestro, Carlos Quiroga: no pasan muchos barriletes cósmicos por esta galaxia.

Hay que aprovecharlos en vida, y muertos, continuar con su legado, que es el modo de hacerles justicia, el único modo de que no mueran.

Estarás por siempre en nuestro corazón, querido barrilete.

Gracias por tanto, Miguel querido.

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